miércoles, 28 de julio de 2010

La vida no ha sido un regalo (segunda de cuatro partes)

No perdoné la rigidez de mi padre

Mi padre fue feliz en su juventud, hasta sus cuarenta y pico de años; cuando se casó comenzó a ser infeliz. Él era profundamente neurótico. Aquel carácter, aquella violencia, aquella rigidez tan grandes estaban en su manera de ser; yo detestaba eso y él me detestaba a mí, y ahí íbamos a la par.

No perdoné su rigidez y me liberé de eso a fuerza de rebeldía, nada más. No me alegra, no me enorgullece, pero así fue, no puedo cambiar las cosas. Así fueron y así se cuentan, no hay que inventar.

No creo haber perdonado a mi padre; también he pedido perdón, mucho, a mi padre, pero no he perdonado. No sé por qué habría de perdonar y por qué no habría de seguir pidiendo perdón. Me siento tan inocente como culpable, porque soy el que odia. Yo fui el que padeció su odio. Soy tan inocente como culpable, y venga, a pedir perdón y a no perdonar. Hasta el fin de mis días, ni modo, eso me tocó vivir.

¿Dónde? No sé, no tengo fe, sólo se pide… al fantasma, a la memoria, al recuerdo, no sé.

Probablemente habría sido otro si no hubiera odiado tanto a la autoridad. Digo probablemente, de nada estoy seguro. Quizá si no hubiera odiado tanto a la autoridad, no habría sido tan rebelde, no hubiera tenido que escupir a la cara a todo aquel que llegara con cierto imperio sobre mí. Fue lo que no soporté jamás, porque ya lo había padecido en la primera edad, en la primera infancia. No es fácil tener un padre que es peor que un jeque moro. Pude salir a costa de mí mismo; no me arrepiento.

Ricardo Garibay no es tan grande ni tan fuerte como aparenta cuando habla. Ahora es otro ser pequeño y perdido que golpea el escritorio y se pregunta en voz baja, que busca en la oscuridad del estudio algo que no encuentra.

Es la fe perdida que lo convierte en un ser humano que refleja un gran dolor, una angustia muy grande.

Sin fe, se vive dolorosamente

La religión le hace bien a la gente, y a mí mismo, sólo que no tengo fe en Dios; la tuve, ya no; no he superado la crisis religiosa. No tengo fe y sufro como un perro por no tener fe. No creo en nada. Leo todos los días la Biblia, y no hay fe; hay una gran nostalgia por la fe que se tenía. No puedo hablar de esto sin emoción, sin congoja, sin descorazonamiento. El problema fundamental es la sequía. Se perdió la fe y no se recobra con nada, con nada. Y sin fe no se puede vivir. Nada es explicable sin la fe. Si no se tiene fe, no se explica nada. ¿Quién sabe que será esto de la vida y estar viviendo, del dolor y del amor? No se explica nada, y esto es muy acongojante. Se vive dolorosamente, se vive entre el anhelo, la vaga esperanza y la sequía. Se busca. Se busca a Jesucristo, se busca la divinidad misma, Jehová, Dios, como le quiera llamar… y no se halla en ninguna parte. Se busca, casi desesperadamente, el sentido de todo esto, de estar viviendo, de existir, del dolor, de la alegría, de la muerte que, además, no está lejana. Se juega con esto cuando se tienen 30 o 40 años; ahora no; el horizonte se acerca. Todo está ya demasiado cerca. ¿En dónde hay algo, dónde está el secreto, el misterio? ¿Dónde está el padre? ¡Me lleva la chingada…!

Levanta las manos en una plegaria, busca quién le dé respuestas. Golpea una vez más y limpia bruscamente con sus manos, para que no se noten, las lágrimas que comienzan a salir de sus ojos.

Esto es así. ¿Hasta cuándo? ¡Carajo!

Es un camaleón que cambia de rostro y de color, de tamaño y de forma. Es inmenso al hablar de literatura, y cuenta que a los ocho años escribió un soneto perfecto. Desde entonces, ya conocía su vocación de escritor.

Escribir es un acto de amor

Escribir es un acto de amor. Es como poseer a una mujer bellísima que se entrega con las reticencias naturales que debe tener una mujer bellísima, pero llena de entusiasmo y de generosidad. Es un acto de amor.

Muchos momentos en la escritura son un verdadero orgasmo. Escribir es un acto sexual, y más en mi caso, que escribo a mano, con plumas y tintas japonesas, en cuadernos japoneses de papel de seda. Es mi único lujo.

Es un gozo, escribir es un gozo muy grande; y al mismo tiempo, ya que se ha escrito tanto, una incesante humillación, porque uno siempre es inferior al idioma. Uno nunca logra el dominio cabal de la lengua que habla y escribe; pero habida esa inferioridad, uno se lanza a escribir. Es un acto muy dichoso.

Para hacer literatura necesita amar con toda el alma a los personajes sobre los que está escribiendo. La experiencia no sirve de nada. Usted ame al personaje, y digamos que se llama Alfredo, ame con todo el cuerpo y toda el alma a Alfredo; es lo único que quiere en la vida, y sale la historia. Pasión. Si no hay pasión, no hay nada. Ahora, se enamora de un hombre, que sea de verdad, y no ahorre nada, entregue todo lo que es; si no, no habrá amor ni habrá un carajo.

Desde los 17 años viví para leer y escribir

El único personaje femenino que está inspirado en mi esposa Minerva es Sara, de La casa que arde de noche. Ella no lo sabe; además, el libro de 35 Mujeres me pidió —y nunca me ha pedido nada a propósito de la literatura— no figurar. Me hubiera gustado ponerla, pero no quiso.

Minerva ha leído muy poco de lo que he escrito, y hace mucho que no lo hace; unos veinte años. Me parece bien, saludable. No podría estar segura, en ningún momento, que no estaría contando traiciones; prefiere no enterarse. Nunca he traicionado, siempre he sido un santo.

De mis personajes, lo más probable es que yo no sea ninguno. Toda obra se escribe de alguna mera fantasía, o es un recuerdo de experiencias, o es una simple autobiografía, o las tres cosas mezcladas, siempre, invariablemente. Uno no puede renunciar en ningún momento a lo que ha sido o a lo que es, o a lo que piensa o proyecta ser. Eso sí, uno quiere a todos los personajes como si fueran hijos idiotas. El hijo idiota es al que más se quiere porque está desvalido; por eso se le da todo el cariño. Uno quiere mucho a estos personajes, se compromete con ellos, los ama profundamente a todos.

Probablemente haya uno, que es el que más me enamora, Reynaldo del Hierro, uno de los dos hermanos de Par de Reyes. Yo me parezco a Martín, el otro hermano, pero nunca me simpatizó mi manera de ser. Reynaldo es todo lo contrario de mí. Es como fue mi hermano José. Me hubiera gustado ser como Reynaldo del Hierro. Acaso sea el personaje que más compadezco y más quiero.

Soy personaje y narrador, y ya es una lata esto; pero hay que tomar en cuenta lo siguiente: por la edad que tengo, por los años que tengo de trabajar, coño, ya soy un hombre en total madurez. Un hombre en total madurez es prudente. Sabe una cosa definitiva: que no sabe gran cosa y no puede estar seguro de nada. Por eso adelanto siempre el probablemente, quizá, tal vez, acaso, porque ya de nada está uno seguro; lo que dice es cierto, pero lo contario también puede serlo. Sólo los jóvenes están seguros de todo.

Salazar, el personaje de Triste domingo, es posible que sea el hombre que ya no podré ser, pero me gustaría haber sido. No es que sea, como algunas personas me han dicho, un autorretrato. Estoy muy lejos de ser un hombre así; ojalá, pero probablemente es el hombre que anhelé ser.

Cuando escribo me meto totalmente en los personajes. Es una lata, porque uno tiene que comer, ir al baño, caminar un poco. Si se tuviera el poder físico, mental, la energía vital suficiente, uno no se levantaría del escritorio, pero hay que hacer otras cosas.

Recuerdo a Balzac y a Eugenia Grandet, que es uno de sus personajes. Balzac está escribiendo la historia de Eugenia Grandet, pero tiene que hacer otras cosas; está hablando con algunas personas y, de repente, da un manazo sobre la mesa y dice: “Bueno, basta de tonterías. ¿Qué está pasando con Eugenia Grandet?”, porque era la única realidad que existía en ese momento para él.

Desde los 17 años viví para leer y escribir. Hice tres carreras universitarias y no me recibí de ninguna, no tengo ningún título; leer y escribir, todo lo demás era provisional, todo lo demás lo pasé frívolamente. Mandé al carajo la vida; tenía un compromiso: escribir.

De repente muere mi padre y yo me encaramo en la cama para verlo morir y escribo. Ahí ya estaba ya, digamos, la primera obra tomada profesionalmente, para entregar la vida toda a eso. Ya no me sentí tan huérfano, tan desprovisto, tan fantasioso. Ya era un hecho ser escritor.

Beber un cáliz cambió mi vida en la medida en la que tomé el camino de la escritura. Ya sabía que iba a escribir, solamente eso en el curso de mi vida; lo sabía desde los 17 años; pero una cosa es saberlo y otra es ver que así es, que efectivamente uno se va a entregar a escribir. Por ahí sí cambio mi vida, no para bien, porque la vida siguió siendo lo que era, un incesante trabajo en todo; pero ya había la honda certeza de que tenía que escribir, no un proyecto sino una certeza vital.

Eso de contar mi vida, supongo, es una limitación mía. Hay quienes ven en su propia vida, en su propia persona, su fuente literaria. No me divierte ni me enorgullece haber tomado mi propia persona y mi existencia como fuente literaria. He tenido que hacerlo, no sé por qué, supongo que no lo sabré nunca. Me hubiera gustado tener una imaginación suficientemente fecunda para no recurrir a mí ni a mi sangre, ni a mi familia pero no se dio. He tenido que ir por este derrotero, ni modo.

Acabo de entregar un libro que escribí en septiembre del año pasado, El joven aquel; lo escribí en septiembre y no pude entregarlo. Vine haciéndolo en enero de 1997. Tuve que dejar pasar cinco meses para poder entregarlo. No me atrevía porque es la confesión más lírica, más desnuda y brutal que he hecho de mí mismo.

Hoy, ya con una experiencia numerosa en este atajo de contar mi vida o de mi persona, ya son varios los libros que he entregado a eso, en episodios de tal manera íntimos, de tal manera desnudos, de tal manera bárbaros, que yo mismo me espanté y no me atrevía a entregar el trabajo.

Lo di a leer a unas cinco o seis personas, entre ellas a dos editores que me dijeron: “Esto debe publicarse cuanto antes”. Me avergüenza lo que digo de mí, ni modo, pero me dijeron que era el mejor trabajo que he hecho. Se lo llevaron, y estoy todavía temeroso de que en este campo de cultivo que ha sido mi propia vida haya llegado demasiado a fondo, haya escarbado demasiado en este terreno; no tengo derecho a contar cosas tan desnudas, tan sinceras, tan lamentables. Ojalá que lo logrado sea literatura, porque si no, estaré perdido.

El libro es una historia de amor que viví hace 50 años, entreverada con una especie de diario de lo que soy ahora, y ahí está la desnudez y el horror. Lo que soy a los 74 y lo que fui a los 20 años de edad. Un capítulo y otro se van entreverando; hay ratos en que la narración es atroz. Todo el lirismo del muchacho de 20 años y toda la brutal realidad del hombre de 70.

Jorge Luis Borges imagina que está en una banca del campus de una universidad norteamericana tomando el sol, descansando; de pronto ve que en el otro extremo de la banca está sentado un muchacho de 20 años, y cae en cuenta de que éste es Borges de 20, y él, Borges de 70. Entonces se ponen a hablar.

El tema es muy lindo, la proposición es muy atractiva. Yo frente a mí mismo, 50 años después, y nos ponemos a hablar de libros, de autores y de corrientes literarias. Carajo, hay que haber vivido poquísimo para emplear esa linda idea, esa espléndida idea, en estas tonterías.

Yo dije no. Vamos a contar la vida como era hace 50 años y vamos a contarla como es ahora, y ahí me lancé. Tengo temor, vergüenza, miedo. Lo que cuento es brutal. Ahí cancelé todos mis odios por mí, pero ahí los vertí en el hombre de 70. En el muchacho está todo el lirismo de cómo se vive una historia de amor a los 20 años, por Dios.

“El viajero distraído”

Para entender la evolución en mi literatura desde Beber un cáliz hasta el Oficio de leer, Juan Carlos Muñoz, un muchacho que presentó su tesis sobre parte de mi trabajo, dice que desde el primer cuento publicado en 1941, ya estaba el estilo, que eso no ha variado. Es probable. También es probable que lo que haya venido haciendo desde hace 57 años sea un pulimento de ese estilo, una maceración y una adaptación de esa manera de escribir a las exigencias de la visión o de la inteligencia. Es probable que mi manera de calificar y definir sea ahora mejor, más precisa, menos adjetival, menos enfática o estentórea. Así es como debe evolucionar un estilo.

Se dice “el estilo es el hombre”. Si un buen lector toma un libro, debe identificar de inmediato, sin ver por quién está escrito, al autor; o no de inmediato, con cierto esfuerzo, saber que es de Fulano de Tal, por el estilo. El escritor se ha convertido en su estilo. Nadie escribe como él; por eso usted lo reconoce. Esto es muy fácil de ver en Borges, hasta en una frase breve; pero no todos los estilos son tan enfáticos, tan característicos, tan personalísimos, como el de Borges. Puedo reconocer un párrafo escrito por Alfonso Reyes, pero llevo cincuenta años de leer a Reyes.

El escritor es su estilo, y el estilo unas cuantas palabras que el escritor ordena o coordina de determinada manera. Es un pequeño diccionario que el escritor aparta para sí y que repite insaciablemente; por eso puede ser reconocido. Entraña una operación bastante modesta. No es ningún misterio sino cuestión de oficio; una de las cosas que cansan al escritor joven es que todavía no sabe si así van a seguir, si ése va a ser su estilo, si ésa es la visión del mundo que va a tener. Hay que esperar. Hay estilos pobres que, cuando se dan definitivamente, dejan de ver esa pobre chatura, esa falta de imaginación del autor, y hay estilos de una gran riqueza. Entre más joven es un escritor, más nombres da como antecedentes ilustres de su trabajo, de manera que si el escritor tiene 25 años y le preguntan quiénes han sido sus autores, sus maestros, le citan 30 nombres. Cuando se dejó atrás la juventud, ya se centra uno un poco más, verazmente, en los hechos que han sucedido.

He tenido cuatro maestros: Alfonso Reyes y Gabriel Miró, que me han enseñado a escribir y los he frecuentado muchísimo. Me he basado en ellos de manera muy precisa y muy enfática en todo lo que he escrito. Seguirán siendo mis modelos; jamás igualaré la Biblia, la Iliada, la extensísima obra de Alfonso Reyes, el manejo del ancho río del idioma con total dominio, o la elegancia barroca de Gabriel Miró. Nunca igualaré eso. Como maestros me han dado, para mis alcances, suficientes armas, territorio para caminar.

Me molestan mucho las críticas a mi trabajo que son negativas, y lo curioso es que me entusiasman las críticas positivas, pero pasajeramente. Las olvido casi acabando de leerlas. Es una pena, porque las negativas si duran dentro de mí, zarandeándome, royéndome, envenenándome; en cambio las positivas o generosas, las olvido de inmediato.

Ha habido varias críticas negativas; he sido llamado advenedizo por escritores académicos muy recomendables. En mi excelente libro de viajes Lo que ve el que vive, el mundo está allí; lo recorrí y escribí lo que veía; me llamaron el “viajero distraído”, con verdadera inquina, para negar de antemano que lo había observado y dicho sobre lo visto y vivido. He sido llamado improvisado, ignorante, anárquico, escritorzuelo. Todos los calificativos que pueden humillar a un escritor me los han aplicado. Ya no me dañan, pero me dañaron mucho, porque en esa calificación, en esa crítica acerba, adversaria, se ve el desamor por mí, y el desamor siempre duele. Así como alegra la vida que alguien diga “te amo”, la pudre que otro diga “te detesto”, y esto es lo que me ha lastimado. Nadie quiere ser detestado, y yo he recibido mi dosis de animadversión; no está mal, pero me han hecho sufrir.

Yo soy mi autoridad

No soy Premio Nacional de Literatura, no soy Premio Cervantes de Literatura, ni Premio no se qué Latinoamericano de Literatura, no soy Premio Alfonso Reyes ni premio Juan Rulfo de Literatura. Dos veces me lo negaron, y también dos veces el Nacional. No soy nada, nunca me han dado nada, y los jurados, no nos podemos hacer locos, son más o menos los mismos de siempre. Son contemporáneos míos, bastardos que no me perdonan la independencia o la valentía o la altivez varonil; esto no me lo perdonan. Me niegan los premios.

Me dieron el Premio Mazatlán y luego el de Colima que, comparados con los que acabo de mencionar, son premios modestos, lindos. Se agradecen profundamente.

Me negaron todos los premios e hicieron de mí un hombre orgulloso de no recibir premios de bastardos y de mentecatos. No quiero su reconocimiento y se me ningunea. ¡No! Yo los ninguneo. Yo soy quien les quita el valor para otorgarlos. Como dice Blaise Cendrars: sus ñoñeces académicas me cansan. Estoy bien así.

Me lo han cobrado. A todo hombre que no respeta la autoridad se le cobra, y yo nunca he respetado a la autoridad, en ninguna parte, de ninguna naturaleza, nunca. La autoridad me castra, me violenta, me jode, me impide vivir, volar, correr, caminar, pensar, hablar. Yo soy mi autoridad, y si me equivoco, cargo con eso.

Es pesado porque las amistades valen mucho. La mitad de la vida la hacen los amigos; y mi vida, durante largos, larguísimos periodos, ha sido sumamente difícil por no tener el amparo de las amistades, de los apoyos, de las autoridades aquiescentes conmigo. Por eso ha sido difícil, muy difícil.

Me hubiera gustado recibir todos los premios; es bueno recibirlos porque es dinero que te entregan para que puedas escribir. Me interesa el dinero. Si no, con qué se vive. La casa que tengo la construí con dos libros, pero cuesta dinero sostenerla: el jardín, la pequeña alberca, los cuadros, la biblioteca, la alimentación, la habitación de la esposa, hijos, nietos, jóvenes que vienen; muchos, muchos jóvenes, con frecuencia; cuesta dinero todo eso, y yo vivo de escribir nada más.

Un premio nunca está mal porque sirve para comprar tiempo. “Tenga usted tanto por esto que hizo”. “Hombre, muchas gracias”. Dinero que me hace comprar tiempo, seis meses, un año, dos años para escribir, para aislarme en los libros y en la escritura, no para otra cosa.

¿Lujos? Nunca he tenido. Se tiene la arrogancia de la generosidad: si tengo dinero y lo necesita alguien, lo doy. Desde este lado se es rico, pero no se es rico desde el lado en que muy pocas veces se tiene para dar. Apenas alcanza para sostener uno su propio tren de vida. La pobreza no es divertida, ni tampoco es buena: pero hay cosas que uno estima mucho más que la abundancia o la riqueza; por ejemplo, la dignidad, la altivez, la independencia total, la autonomía. Tiene uno que sacrificar cosas, y casi siempre lo que se sacrifica es el dinero que se podría tener a cambio. Me reprochan que busque el dinero; primero, lo busco mucho menos que la mayoría de los intelectuales mexicanos. Tengo mucho menos que la mayoría de ellos, y si no lo busco yo, ¿quién me lo da? Sólo a las putas de pueblo chico se les regala. A mí se me cobra todo lo que hago, y tengo que cobrar por todo lo que hago.

Regresó de una junta de vecinos, molesto por la miseria del alma que existe en las personas que buscan joder a un pobre velador caído en desgracia. No finge el mal humor. Fuma como desesperado para menguar el resentimiento contra la gente tan vacía de alma.

La pasión es una emoción dementísima y exclusiva

La pasión es una emoción dementísima, que excluye toda otra posibilidad de emoción para cualquier otra cosa que haya en el mundo. Si un hombre ama apasionadamente a una mujer, no pude amar ninguna otra cosa más que a esa mujer.

La pasión es absorbente, tritura, consume al ser humano, lo ocupa enteramente, lo chupa, lo convierte en un bagazo. Por eso, muy pocas veces habremos de encontrar en la vida personas apasionadas, de verdad apasionadas, y menos aun en el amor.

Es rarísimo el amor de verdad. Es aún más raro que la inteligencia, y absolutamente excepcional que encontremos en la vida un amor apasionado.

El amor como pasión puede durar siempre. De hecho, si se da el amor apasionado, durará siempre. Un hombre se apasiona por una mujer, y no ve en el mundo más que eso, no le interesa nada en el mundo más que eso. El ser humano está inmerso en el tiempo, pasan los meses, pasan los años y es probable que esa pasión se le acabe; pero esa mujer de la que estuvo apasionado, aquella mujer que vive dentro de él, inmarcesible, no está sujeta al tiempo: es de especie eterna, eternamente joven, eternamente maravillosa, y seguirá provocándole una eterna pasión para siempre. En aras de esa pasión que vivió un hombre, puede seguir amando a una mujer toda la vida en la mera memoria. Otras veces no, incluso la olvida, pero esa que fue amada apasionadamente será siempre amada así.

Voy a poner dos ejemplos muy bellos. Una película alemana. En un pueblecito a la orilla de una montaña se van a casar dos jóvenes muy hermosos; la noche anterior, él quiere subir a la montaña para ofrendar su boda que será al día siguiente. Lo sorprende una tempestad, se muere y no regresa nunca. Pasan 50 o 60 años. Sucede que una mañana oyen como cruje atronadoramente el hielo en una época de deshielo en la montaña y dicen “mañana habrá río”; “bajará el agua por torrentes”. A la mañana siguiente corren todos en el pueblo gritando: “Llegó Karl, ¿se acuerdan de Karl?” Corre una anciana, y el cadáver que la montaña ha devuelto es el de aquel joven novio que se fue la noche antes de la boda. Ella ha seguido viviendo, eso sucedió hace sesenta años, y la cámara toma de repente a una anciana que ve con muchísimo amor a un joven hermosísimo congelado que está en medio del arrollo. Ahí se ve el amor que no ha transcurrido y los seres humanos que sí lo han hecho. El cadáver no, porque permaneció congelado 60 años; ella sí porque estuvo en la vida 60 años, y es la anciana viviendo al joven, y son las mismas personas que hacía 60 años no pudieron casarse.

El otro ejemplo es igualmente bello; se trata de una obra literaria cuyo autor no recuerdo. Un hombre en un pueblo tiene una novia hermosa, un día decide irse. Regresa siendo un hombre ya macizo, de setenta y tantos años, y desde la cumbre de una colina, antes de bajar al pueblo que se ve abajo, hermosísimo, se sienta a fumar, a esperar, a hacer que repose su corazón. De repente ve acercarse a una vieja mendiga que viene recogiendo porquerías que encuentra en el campo, pedacitos de madera seca para formar leña y venderla en el pueblo. De pronto la mendiga pasa junto a él, y en el perfil de la vieja encorvada bajo el fardo de leña que lleva, él ve a la mujer que era su novia; el perfil lastimado por los años, ennegrecido por los soles, él lo ve limpio, purísima silueta de la muchacha, y se vuelve a enamorar.

Esto ejemplifica las dos cosas que estaba diciendo un poco antes: la mujer amada apasionadamente será amada siempre así.

Hay poca luz. Es la Arcada. El maestro pide a María, su hija, que nos deje solos: vamos a trabajar.

En un silencio que se rompe con el sonido de su voz, dice que un hombre y una mujer que se amaron no pueden ser amigos, y de llegar a serlo, entonces nunca se amaron realmente. Una nube de humo lo envuelve.

Transcripción de Alejandra Buenrostro. Entrevista de Iris Limón, publicado en el libro Signos vitales de Ricardo Garibay, México, 2000.

martes, 13 de julio de 2010

Homenaje a Ricardo Garibay

Fausto Vega y Gómez

Mi amigo Ricardo Garibay es un recuerdo fuerte y pródigo, con él rescato la tajada del mundo que nos tocó compartir. Él, en sus escritos, da cuenta de esas volteretas que hoy nos parecen felices.

La obra de Ricardo Garibay tiene dos vertientes: la creativa y la autobiográfica. Esta última nos guía en la otra y da sentido y rotundidad al trabajo excelente. Toda autobiografía propone astucias para que el lector deshaga juicios apresurados, tenga confianza en la lectura y discierna más hondamente a través de la neblina de lo vivido. Insistir en la propia vida puede calificarse de narcisismo; pero también es soporte del descubrimiento y el analogón de semejanzas y desemejanzas. La propia vida se erige en certidumbre de situaciones que requieren contemplación y relieve, se convierte en modelo de situaciones y se coloca en un topos uranus, intocable. Los pasos dados confunden y desorientan y observarlos, analizarlos y recrearlos revelan conductores que desentrañan al mundo. Ricardo Garibay no explica, porque para él la vida es la serie de desprendimientos dolorosos, de episodios sin referencias, de sucesos injustificados, un caos que sólo discierne el trabajo literario.

Obviamente que tratamos de la obra de Ricardo Garibay, no de la vida de Ricardo Garibay. Sus novelas, sus testimonios, sus cuentos, su obra escénica, constituyen narraciones en dos situaciones, la violencia y la vida amorosa. La violencia nos revela el mundo fracturado y amenazante y el escritor, por su tarea, nos entrega los elementos repetitivos, modulares que estructuran y profundizan la angustia de vivir. Su arquetipo, en un caso, es la Ilíada, la confrontación decide la intervención de los dioses, la derrota o el triunfo. La presencia del héroe, el guerrero que va a su sacrificio, sin marca de temor, seguro de su adiestramiento y en la injustificada legalidad subjetiva de sus actos, de su arbitrariedad, que castiga el delito, la traición y el agravio, es la fuerza vigilante que iguala y nivela la turbulenta pluralidad de las pasiones. En la vida amorosa, otra forma de violencia, el mundo se precipita y se desorganiza en la desconfianza y el resentimiento. Es siempre una pasión frustrada en la que el otro, derrotado siempre, trata de reconstruirse. Su arquetipo es “El Cantar de los cantares” y la poesía mística, la contemplación por antonomasia, la transfundición en la sed del otro, para sufrir esa sed y esa congoja. La posesión tiene un correlato en la desesperación de la orgía, caos minúsculo y funcional. Un momento de liberación que destroza medios, fines, causas y efectos. Que se da como deslumbramiento y ceguera.

Un mundo que se integra en la banalidad, aunque a veces brille un momento excelso, que pasa a ser válido por su rescate en palabras, por el orden en que estas construyen, agrupan y dominan, mediante extraordinario equipo léxico que nos inducirá a la persuasión y a la identificación creíble. Los tropos, los oxímorones, las paradojas, los metaplasmos, los monólogos, los anacolutos, más las relaciones unívocas y equívocas, el ornato y toda la catarata de eventos retóricos, verbales y cinematográficos, son gala de una técnica y una preparación esmerada en la lectura y en la reflexión persistente y entrenada, para lograr la comunicación esencial y espiritual que le corresponde. No es que haya precedentes de preparación casi escolar para lograr la firmeza del texto. El texto es la vida y se identifica en el lenguaje y sólo por él se resuelve como inteligible. Por el lenguaje y por sus modalidades se establece el lazo comunicativo que entusiasma, conmueve, ofende y explica. Darle nombre al acontecer supone lograr la percepción absoluta, porque todo queda iluminado en espíritu, porque se comparte la complejidad del hombre y la virtud de las cosas y en la medida en que los recursos de la palabra acentúen la insustituibilidad de la comunicación se logra el grado de belleza en que las personas, las situaciones y las cosas surgen y se ennoblecen.

Ricardo, por la desigualdad revelada, dibuja un horizonte de posibilidades funestas, la relación con el padre, con la cotidianidad de la pobreza, con la vacuidad de las imposiciones del actor, con la intemperancia de los semejantes y desemejantes, con la impasibilidad de un paisaje y una geografía de parajes, en su mayoría desolados. Después, la vida estudiantil, los maestros superfluos, los compañeros iracundos y fatuos, la contigüidad con inteligencias paralelas y la ilegítima confabulación de la blasfemia y de la conducta ominosas. Tal vez, esto se supere en la luz del sentimiento culposo; por la atracción física, por el amor, por la posesión, y al final, algo muy semejante a nada, como el deshojamiento de la cebolla que sólo nos deja irritación en los ojos. Los símbolos de estas situaciones depresivas son constantes y ambivalentes. Escaso mobiliario, exteriores manchados por el abandono, tardes desteñidas, patios inconclusos y sueños espinosos. Después, la desgana de ganarse la vida, los empleos miserables, las situaciones vergonzosas y el fracaso abusivo y deprimente. Ahora el desamor desaforado y conseguido y su fragilidad y su perfume derramado y su rescate imposible. Sólo al fondo la integridad de la casa íntima, intocable, protectora y duramente opaca. La superación de esta condición se logra por el humor, por la observación narrada de los pocos recursos de los otros, de sus manías y ampulosidades, de sus afanes y estrellamientos. Sus expresiones denotan pobreza y distancia, avidez y desolación que atenúa la mordedura de la burla, del despropósito o de la cohibida ternura. Nos regocijamos con el Púas, con las semblanzas de funcionarios de estopa y de cal y canto, y con la narración de desahogos amistosos, sorpresas proditorias y anhelos dirimentes.

Garibay enfrenta en la lectura, la figura del otro, el palabrerío ejemplar y el desacuerdo de los mundos. Entresaca las narraciones en las que fulgura la sorpresa, el valor, en ambas acepciones, la frase certera y alucinante, el prodigio de la economía verbal, la onerosa composición siempre dramática de la sucesión de los días. Ahí Ricardo es feliz, ahí está apostrofando y sorprendiéndose siempre de la riqueza humana. Esto es lo positivo, esto es lo rescatable y lo que plenamente vive en sus desvivideras, lo que no está en palabras, no existe, requiere del nombre, de la voz y del alumbramiento de los otros en comunicación renovada y constante. Él se reiría de que lo querramos enredar con Bajtín, Habermas, Derridá, Benjamín, Barthes, Greimás, Teodorovo Kristeva, Certezu o Glaspell y otros. Su jerarquía no admite estas erudiciones, aunque, tal vez, reconociese su estimulante polifonía.

Ésta no es su medida, él es su trabajo y su patrón lo decide el que los Hermanos de Hierro, lo sean, y sea El Coronel, y sea El Capitán frijoles y El Capitán Pineda y sea Alejandra y sea Mayra y cada uno de sus actantes. Su idea de perfección no se encadena a condiciones mediáticas, su territorio está en el ámbito de lo literario, de las ficciones de los demás y de las propias, lo que surge por el don de la palabra que enlaza, aunque hable de rupturas y desolaciones, porque la sorpresa del nombre siempre único y recién pronunciado implica alegría, coronación del entendimiento, reiteración de lo humano sorprendente y eterno. La palabra en Ricardo Garibay es arcilla con la que se moldean las apariciones que en el temple heroico de la vida proliferan, nítidas, aisladas y paradójicamente siempre juntas. Su mundo literario se manifiesta en esta presentación de esencias. Querría la inmovilidad que proporciona la palabra divina y el reposo de un equilibrio omnisciente, que soporte el vértigo y la mudanza.

Ricardo Garibay atisbó la vida con poco dispendio. Creció en su variedad, en su excelencia y en su poquitería. Su trabajo consistió en dar cuenta de esta ebullición injustificada. En sus escritos no hay apelación a instancias distintas a las de los hombres para resolver los misterios de la desigualdad y del fracaso. Tampoco explica, cuenta, se asombra, se humilla y desafía arrogante la inteligencia que lo contrasta. No se ofende porque no exista la perfección, tampoco se alegra del deterioro. Él no es un observador desinteresado, despliega su adhesión a las hazañas que lo comprometen y lo concitan a la acción, no se conforma con ver, actúa y es un modificador de su circunstancia sin importarle el juicio a posteriori que lo exalte o lo sacrifique. Desconfía de la historia y por tanto del tiempo, porque es igual, porque crece mediante yuxtaposiciones y en cada extracto repite grandeza y desazón en un diálogo desesperado por certeros errores. Rescatar al mundo es una proeza, porque supone solidaridad y arraigo y hacerlo mediante la palabra conforta aún más, porque se le asigna un sello de perpetuidad que legitima la libre determinación de vivir. Para Ricardo esta fue su batalla y su triunfo. Ser escritor fue la confirmación de su ser libre para repetir la violencia creadora y la refundación en el amor y su imperio.

Texto leído en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en un homenaje a Ricardo Garibay. Fotografía de Concepción Morales

martes, 22 de junio de 2010

Rubén Bonifaz Nuño




Yo llegué a asistir a la clase de Erasmo Castellanos Quinto, en la Escuela Nacional Preparatoria en 1941 porque el año anterior me había inscrito en un Bachillerato de Matemáticas, el cual abandoné por mi incompetencia en la materia. Ricardo Garibay había ingresado en 1940; de tal manera que cuando lo conocí, ya había tomado la mencionada clase de Castellanos Quinto. Las clases del maestro tenían siempre una parte expositiva suya muy brillante, y los últimos diez minutos eran de ejercicio para los estudiantes. En esos minutos se revelaba cuál de ellos era poeta; cuál, prosista; cuál, ensayista; cuál, orador. Al final de la clase, pasábamos a decir nuestras monstruosidades. Castellano Quinto fue quien nos estimuló, él nos crió como escritores. También su clase nos permitió a todos nosotros conocernos.

Un día estaba yo en una nevería que se llamaba La Princesa; estaba con algún amigo, tal vez era Fausto Vega, y llegó Ricardo. Les preguntaron si sabía quién era yo y el dijo: “Sí, es Bonifaz. Es al único a quien Castellanos Quinto le hace caso en su grupo”.

Así conocí a Ricardo.

Con el tiempo, la amistad se fue haciendo muy exclusiva entre Fausto Vega, Ricardo Garibay y yo, porque había otro grupo que estaba formado por Luis Marrón, Jorge Hernández Campos y Horacio Martínez, que eran mucho más altos que nosotros. Eran de tamaño normal porque nosotros desde jóvenes fuimos enanos. Éramos dos grupos de escritores que nos estimábamos mutuamente por medio de elogios o por medio de insultos.

Alguna vez Garibay escribió más o menos lo siguiente: cito de memoria. “Cené con Hernández Campos, Fausto Vega y Rubén Bonifaz. Tenemos mucho tiempo de conocernos. En realidad, lo que somos, y no somos poco, nos lo debemos unos a los otros. Nos amamos y nos odiamos como hermanos”.

Yo no los odié como hermanos: los amé como hermanos. Eso sí. Nos debemos lo que somos, y no somos poco. Porque juntos nos orientamos en la vida; hicimos, construimos la vida. Primero entre Ricardo, Fausto, yo; más tarde, Jorge Hernández Campos se unió a nuestro grupo de chaparros.

Nosotros imitábamos al grupo de Luis, Jorge y Horacio; tanto es así, que adoptamos su silbido de reconocimiento, el cual era el tema del último movimiento del Concierto para violín y orquesta de Beethoven. Con ese silbido nos reconocíamos en la escuela.

En realidad, Jorge Hernández Campos y Luis Marrón eran mejores escritores que nosotros. Así parecía entonces. Ricardo tenía un grandísimo talento poético, al cual renunció; nunca me expliqué por qué. Alguna vez me enseño un poema sobre “La pavana para una infanta difunta”. Yo le dije: “¿Por qué, si cuidas tanto la prosa, si estás analizando cada palabra por su sonido, por su significado para combinarlas con las otras, por que eres tan terriblemente descuidado con la poesía? Ninguna de esas palabras está funcionando como debe en un poema”. Ciertamente, se ofendió.

Señalo esto porque Garibay tenía un clarísimo talento poético. Allá, a sus 18 años, escribió un poema que se llamaba “La llegada”. Era de una expresión lírica verdaderamente admirable. Hablaba de sí mismo antes de nacer, de cómo había nacido y quiénes habían sido sus maestros.

La tierra sintió en su vientre

una agitación platónica.

La madre soñó una muerte

con dos ojos y una boca.

Se vieron manchas de sangre

palpitar entre las lunas,

mientras roncaba un maestro

no muy lejos, las futuras

enseñanzas para el muerto.

Es una parte del poema. Yo recuerdo poemas completos de Garibay, de Marrón, de Hernández Campos, de Fausto, a pesar de que sólo los oía una que otra vez.

Un par de años después, cuando salíamos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia —todavía no era la Facultad de Derecho—, que se encontraba en la esquina de San Idelfonso y Argentina, nos íbamos caminando por la calle de Argentina. Entrábamos en un café de chinos que por allí se encontraba, porque allí había una mesera que a Garibay le parecía muy apetecible. Tomábamos café y comíamos bísquets. De allí nos dirigíamos a unos billares —que también se encontraban en la calle de Argentina— a jugar dominó o billar. Garibay era muy bueno para el billar. Jugaba carambola de tres bandas, el muy loco. Luego, poco a poco, nos dispersábamos. Acompañábamos a Fausto a la calle de Madero, donde trabajaba en una casa de bolsa; después nos íbamos caminando hasta San Juan de Beltrán, donde tomábamos le camión que nos llevaba para nuestras casas. Fausto, Ricardo y yo vivíamos respectivamente en Tacubaya, San Pedro de los Pinos y San Ángel; así, compartíamos el mismo camión.

Alguna vez escribió Garibay que caminábamos con un terrible sol de las dos de la tarde. Y es que nosotros asistíamos a la escuela de Derecho, siempre vestidos de traje. Garibay tenía una beca; él se los mandaba hacer con un sastre. Yo usaba los trajes que me dejaba mi hermano mayor. Los tenía que mandar achicar, porque él era más grande y más robusto que yo. Aún ajustados, siempre me quedaban grandes. Una vez Garibay dijo que me había acostumbrado a vestir con holanes. Así, de traje y corbata, vestíamos todos los días. Hace poco vi a los alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras hechos una facha, y vi a los alumnos de Derecho, todos con corbata, y pensé: “Éstos siguen vistiendo igual”.

A veces, también nos reuníamos en la nevería La Princesa después de las clases. Como ya dije, la Escuela Nacional de Jurisprudencia estaba en San Idelfonso, y La Princesa, en la calle de Argentina. Y digo estaba, porque la echaron abajo para las excavaciones del Templo Mayor.

Por las noches acudíamos “como oyentes al café de Filosofía y letras”. En Filosofía no estuvimos inscritos nunca. Íbamos de cuando en cuando a algunas clases, las que nos interesaban, pero no lo hacíamos regularmente. Estábamos allí hasta las ocho de la noche. Filosofía estaba en la casa de Mascarones, en San Cosme. Saliendo, nos encaminábamos sobre Reforma. Ésa era la geografía. Creo que el Paseo de la Reforma era idéntico a como está ahora, pero mejor. Los árboles eran más jóvenes, había mucho menos gente, mucho menos coches; de tal manera que era delicioso caminar por allí.

Una vez, caminábamos sobre el Paseo de la Reforma Fausto, Ricardo, Jorge y yo —era a principios de marzo—, y Jorge dijo: “Sientan este aire tan espeso de la primavera que casi puede tocarse”. Porque era una noche de primavera de las maravillosas que había por entonces. Deambulábamos por la noche, arreglando el mundo y alguna vez pensamos que lo habíamos arreglado: pero pregúnteme ahora…

No voy a decir cómo recuerdo a los jóvenes que fuimos, pero sí voy a contar cómo nos percibía una persona extraña. Enfrente de la Preparatoria de San Idelfonso había una tortería que era propiedad de un refugiado español, de aquellos intelectuales. Con nosotros estaban en esos tiempos, como socios de esperanzas y de desdenes, Emilio Uranga, Juan Noyola y algún otro. Nos llevaron la cuenta, y cuando sacamos lo que traíamos para pagar, vimos que no nos alcanzaba. Eran algo así como $4.50. Y entre todos no lo podíamos juntar. Entonces llegó el dueño de la tortería y nos dijo: “Vamos, que ésta es la primera conversación inteligente que les oigo a estudiantes mexicanos. Así que dadme lo que tengáis y no os preocupéis”. Garibay comentó: “No sabe con quién está hablando”.

Ésa es una mirada de cómo fuimos de jóvenes. Muy pobres todos, muy resentidos socialmente, y con una gran creencia en nosotros mismos, a pesar de que éramos relativamente tímidos, sobre todo yo. Veíamos a la humanidad como algo inferior a nosotros. Jugábamos que todos los demás eran una suerte de idiotas, y que nosotros éramos los que sabíamos; los que incluso, íbamos a salvar el mundo, empezando por México. Pensábamos hacer una patria de verdad, una patria de hombres, porque el país que teníamos, no era de hombres.

Juntos acudíamos a librerías de viejo a conseguir verdaderos tesoros. Nos prestábamos los libros para leerlos y nos los devolvíamos. Teníamos conversaciones de grandes e inteligentes, para los muchachos que éramos. Todos estudiábamos. Por ejemplo, nos pasamos varios meses estudiando En busca del tiempo perdido. Hablábamos, discutíamos el tema. Estábamos más o menos al corriente de los escritores, y cada uno tenía sus favoritos. Los míos eran los de la Rusia roja, que entonces empezaron a llegar en ediciones españolas a México. El escritor favorito de Garibay era Jacob Wasserman. Lo adoraba verdaderamente; hasta lo imitaba. Wasserman tenía un personaje juvenil llamado Etzel Andergasr. Quien lo haya leído, va a recordar mucho a Ricardo Garibay, porque él llegaba a identificarse con ese personaje.

Había también otro muchacho de aquellos tiempos, al cual veíamos con cierto desprecio benevolente, porque él tenía 18 años, y nosotros, ya 20. Era un chamaco. Este muchacho, que se llama Joaquín Sánchez MacGrégor, nos ilustró mucho en cuestiones de artes plásticas, porque él tenía, por el nivel económico de su familia, posibilidad de comprar libros de arte. Llevaba sus libros y los abría delante de nosotros, y los comentábamos. Me acuerdo mucho de las esculturas de Maillol; recuerdo especialmente la pintura de Salvador Dalí. Se nos abrieron los ojos ante la pintura gracias a los libros de Joaquín. También nos llevó ciertos autores. Uno de ellos influyó mucho en Ricardo y en su escritura. Me refiero a Jean Giono. El canto del mundo impresionó hondamente a Garibay; esa novela hablaba de un hombre del río, y Ricardo estaba tan conmovido, que escribió un cuento sobre un niño del río, adaptando sus emociones por la lectura de Giono a su propia necesidad de escribir.

En la Escuela Nacional de Jurisprudencia, Ricardo y yo seguíamos juntos, aunque con algunos periodos de separaciones por pleito, pero sólo con él, porque con Fausto y Jorge jamás peleé. Ricardo y yo sí estuvimos separados varías veces. ¿Por qué? Porque de repente no nos podíamos soportar.

Había en la Escuela Nacional de Jurisprudencia dos notables profesores de primer curso de Derecho Civil. Esos maestros eran Roberto Cossío y Cossío, a quien le decíamos el “Charro”, y Francisco de P. Fernández, la “Leona”. Ricardo se inscribió al curso del maestro Cossío. El día que se presentó Garibay al examen final, le pidió permiso al maestro para no estar sentado en la silla que se encuentra enfrente del tribunal, que siempre estaba formado por dos maestros, y para que él pudiera caminar y fumar. El maestro cedió. Le dijo: “Si le parece a usted bien, hágalo”. Comenzó la prueba y no hubo pregunta que le hiciera, que Ricardo no contestara correctamente. Al final del examen, el profesor le dijo: “Lo felicito”. Por supuesto, le puso 10 de calificación. Ricardo estaba muy contento porque era muy difícil sacar un 10 con Roberto Cossío.

Al año siguiente me tocó hacer el examen con la “Leona” y un profesor nuevo que daba por primera vez la clase de Derecho Civil. El profesor Francisco P. de Fernández me hizo el cuestionario y yo contesté todo bien. Entonces le preguntó al sinodal que estaba junto con él: “Si le parece bien a usted, interrogue al alumno”.

—Prefiero no interrogarlo —respondió.

—Más le vale —dijo el maestro, y me calificó con 10.

Después de eso, Ricardo, él y yo habíamos tenido un tiempo de no hablarnos, me dijo: “Yo sabía que tú tenías que sacar 10 en esa materia, para no ser menos que yo”.

Ricardo estuvo a punto de terminar todas las materias de Derecho, si es que no las terminó todas. Incluso litigó algún tiempo, pero ese litigio no fue efectivo. Habrá presentado alguna demanda o algo por el estilo. No pudo ejercer, lo mismo que yo.

Todos decíamos que éramos genios, pero yo me diferenciaba de ellos en una cosa: los demás pensaban que tenían que vivir de la literatura cuando fueran grandes, y yo pensaba —y lo sigo pensando— que la literatura era como una diversión, como una especie de ámbito para la libertad personal, que aparte estaba la manera de ganarse la vida. Por eso, mientras los otros estaban fiándose a la literatura, yo me fui al Derecho. Estudié Derecho para vivir de él. No pude, por determinadas circunstancias; pero toda mi vida, hasta hoy, he visto a la literatura como una cosa marginal; repito, como un acto de libertad. Mi trabajo es el de profesor universitario. Yo siempre pensé que mi vida iba estar orientada profesionalmente, no literariamente.

Rubén Bonifaz, Fausto Vega y yo éramos como hermanos o más.

Rubén es un hombre apartadizo, difícil. Éramos más que hermanos, pero él se dedicó a estudiar y yo me entregué a andar de cabrón, a solucionar la vida, la cacería de mujeres, que nunca conseguí, la catolicidad que Rubén rechazó muy temprano; yo no, la rechacé después, y la academia, el estudio.

Rubén es un sabio, ha estudiado toda la vida a fondo; yo, todo lo contrario; eso nos fue separando. Él veía con desdén mi mundanidad; yo veía con desdén su academia. Nos encontramos mucho tiempo después, con cariño franco, abierto, pero ya teníamos muy poco que decirnos. Si usted no frecuenta a un amigo, pierde el diálogo, ¿de qué le hablo?, por Dios. Ya es muy difícil ver a Rubén, porque ha perdido mucho la vista; eso lo echa hacia atrás, hay mucha dignidad en él, no se deja ver, no quiere. Creo que hace ya, fácilmente, 10 o 15 años que no nos vemos, que no hablamos, y lo terrible sería verse y hablarse, porque no tendríamos de qué hablar.

Nunca vi con desdén lo que hacían mis amigos. Siempre los respeté y admiré. Prueba de ello es que sé de memoria sus poemas. Yo quería ser como ellos. Había una profunda solidaridad entre nosotros. Fausto, Ricardo y yo teníamos la misma mala suerte con las mujeres. Tal vez por la misma pobreza en que vivíamos: no teníamos para invitarles una nieve. Ni siquiera les dábamos tiempo de aburrirse de nosotros.

Fausto Vega y yo estuvimos en varias ocasiones enamorados de la misma muchacha. Garibay no, porque el escogió una desde el principio. Fue la locura, porque cuando llegó a ser adulto, ya adelantada su fama, volvió a buscar a esta muchacha, que ya no lo era tanto. Creo que él pensó en ella hasta el día que murió.

Conocí poco a la familia de Garibay. Alguna vez fui a su casa. Conocí a su padre, un hombre flaco, de bigotes. Lo saludé y hablé con él alguna vez. Decía Hernández Campos: “Tanto mi papá, como el de Ricardo y el tuyo, tienen cara de perros, pero de diferentes razas”. Con su mamá hablé una o dos veces. A las hermanas las conocí, pero de joven nunca hablé con ellas. La menor fue a verme hace poco a mi oficina para pedirme que le consiguiera una beca a uno de sus hijos. Por cierto, la llamé Socorro, porque ése era su nombre, y me dijo que ya se lo había cambiado, que ahora se llamaba Bárbara.

Garibay era, en el principio de su vida, en su juventud, terriblemente religioso, católico. Consideraba una ofensa que se le hablara mal de un cura, por ejemplo. Era exageradamente aplicado a la religión católica. De repente la dejó. No me enteré nunca de cuál había sido la causa de este conflicto, porque simplemente lo vi: eres católico y dejaste de serlo. No tiene importancia, porque para mí ese tipo de cosas nunca han significado nada. Yo nunca fui religioso; nunca he comulgado; me bautizaron porque eso lo hacen cuando uno no existe. Como le decía a un cura que ha tratado de convertirme últimamente, la fe es un don y yo no la tengo. Ricardo si la tenía y luego renunció a ella. Insisto: no sé por qué.

Una cosa de Ricardo me dolió terriblemente; no alcanzo a comprenderla y todavía me duele; esto sucedió hace unos 15 años, poco antes de cumplir nosotros los 60. Me dijo con los ojos en lágrimas: “Yo nunca en mi vida, he tenido un momento feliz”. Y no me expliqué cómo alguien puede no haber tenido un momento feliz en su vida. Por Dios: cuando le regalaron un trompo, cuando él se encontró una canica tirada, cuando Rosa se lo llevó al hotel, cuando la crítica celebró unánimemente los valores de Beber un cáliz. ¡No tuvo, ni siquiera en esos momentos, algo de felicidad? Él decía que no.

Ricardo tenía un defecto que él convirtió en virtud, porque lo usó como instrumento para crecer: Garibay no venció nunca la ambición juvenil de poseer la totalidad del mundo. Ricardo decía: “Lo que les dan a otros, me lo quitan a mí”. Él uso ese sentimiento de que todos le estaban robando lo suyo —que acaso no es más que algo semejante a la tristeza del bien ajeno— para hacerse fuerte y aprender, para estudiar: porque él no estudió grandes cosas, pero su oficio de escritor sí lo estudió, y lo estudió con minucioso cuidado. Cuando se dedicó a la prosa, calculaba el peso de sus palabras; a veces bien, a veces mal, pero en la intención de calcular, digamos que era mejor que Borges.

Me acuerdo de una frase, porque él la consultó con nosotros varias veces: “Murió en un mediodía de tierra caliente, cuando toda su esperanza era luchar contra su destino”. Le daba veinte vueltas a ese párrafo, cambiando de lugar las palabras, estudiando cómo sonaba mejor. Ricardo se aplicó a su oficio, porque su ambición de mundo fue un instrumento que utilizó para defenderse del mundo que le estaba negando lo que él merecía.

En aquel tiempo de nuestra juventud, nosotros gozábamos haciéndonos de enemigos. Después, los demás vimos que eso era una ridiculez. Entonces nos dedicamos a lo contrario, pero Ricardo siguió en ese mismo plan de adolescente de no respetar a nadie. Si respetaba a alguien, lo negaba para así poderse imponer por medio de la violencia. Garibay siempre fue un hombre muy violento. Yo lo soy también, pero lo disimulo.

El reconocimiento público a Garibay como escritor, lo oí yo después de su muerte, cuando un funcionario de Educación lo puso al mismo nivel que Octavio Paz y Jaime Sabines. Yo pienso que Garibay era, con mucho, más sabio y opulento que Jaime Sabines como escritor; y, sin embargo, durante mucho tiempo trataron de considerarlo como si no fuera nadie. ¿Por qué? Por su manera de ser, por su gana de estar continuamente en violencia contra el mundo. Simplemente, si podían premiar a otro en vez de a él, lo premiaban. Era una manera de no hacerle caso. No había nada expreso contra él, más que el silencio.

Cuando leí Par de Reyes, le dije: “Ahora sí ya la hiciste, Garibay, porque ya eres escritor profesional”. Al principio se enojó.

— ¿Por qué? —me preguntó.

— Porque puedes escribir como se te dé la gana, y lo que se te dé la gana.

Yo no creo en las letras mexicanas. Dicen que yo soy un gran poeta. Yo no puedo creer en unas letras que me tienen a mí como un gran poeta. No me considero un gran poeta; yo me considero un excelente profesor de Letras.

Ricardo era una gente, como ser humano, muy seductora. Tenía sentido del humor, era simpático, sabía contar cuentos, sabía reírse. Él presumía de que era actor; además, lo fue en la radio, con Pura Córdoba. Alguna vez, Octavio Paz le dijo: “Tanto teatro para hacer cine”.

Nosotros no nos reíamos mucho cuando éramos jóvenes, porque siempre estábamos muy sombríos y muy disgustados por dos razones: la pobreza y que las muchachas no nos hacían caso. Después cambiaron las cosas, ya cuando empezamos a ser gente normal, digamos a los 30 años. Ya era otra cosa. Entonces nos reíamos. Ricardo hacía chistes, pero sus chistes no eran tan buenos. Él decía que los míos eran pésimos, por supuesto. Los amigos nos gritaban: “Ya no hagan chistes”.

Garibay decía, vuelvo a recordar aquella juventud, que él era perfectamente bello. Él decía que era bello y en el Generalito, antes de comenzar un discurso sobre el ideal de belleza, se quitó la ropa de la cintura para arriba, y empezó diciendo: “Hermanas bestias…”. Lo publicaron en el periódico.

Yo no hubiera hecho nada diferente para conservar la amistad de Garibay. Absolutamente nada. La vida y las situaciones que vivimos fueron totalmente naturales. Querer cambiar algo de eso es como si se quisiera hacer algo para no envejecer. No, las cosas se van haciendo así. Además, yo nunca hice nada —ni por dentro ni por fuera— contra Ricardo Garibay; al contrario, siempre que se me preguntó sobre él hablé con elogio. Alguna vez lo propuse para el Premio Nacional de Letras, que nunca le dieron y eso fue una gran injusticia, porque lo tiene gente muy inferior a él. En esa ocasión que lo propuse, tuvo la mala suerte de competir con Carlos Fuentes.

Nunca recuerdo haber dicho algo malo o haber hecho nada malo contra Ricardo Garibay. Acaso los berrinches en los saludos, “el tarugo de Ricardo”, como le pude haber dicho, pero nunca seriamente, dije nada malo.

La muerte de Garibay me significó la de una parte de mí, porque nosotros en verdad vivimos como hermanos. Vivimos en la mayor pobreza, en el mayor disgusto, en el mayor sentimiento. En todo lo mayor estuvimos junto a Ricardo, Fausto, Jorge, que llegó a ser uno de nosotros, y yo.

Jorge sufrió hace poco una hemiplejia. Le dije a Fausto Vega, que también estuvo enfermo: “No me vayas a dejar solo”. Porque siento que mis hermanos me están abandonando. Por Dios. Es como perder mis brazos o una pierna. Igual me duele lo de Hernández Campos o lo de Fausto Vega, o lo de Henrique González Casanova. No es una cosa intelectual; es una cosa orgánica lo que siento al haber perdido a Ricardo.

Él, en muchas ocasiones, me hablaba para preguntarme sobre cosas de técnica literaria, o cuando tenía dificultad en la comprensión de algún poema. Me hablaba con alguna frecuencia para depositarme sus dudas; sobre todo, de poesía clásica. Garibay y yo teníamos mucho tiempo de no hablar. Llegué a estar interiormente muy disgustado con él, porque en una ocasión dijo públicamente que él no tenía amigos y que no hacía ninguna excepción. Entonces yo me dije: “Si tú no tienes amigos, yo tampoco te considero mi amigo. No tengo nada que ver contigo”.

Menos de un mes antes de su muerte, me habló por teléfono para preguntarme sobre un soneto de Quevedo, el cual admiraba mucho, no sé por qué (porque Quevedo tiene muchos mejores). Me habló para preguntarme por “Cerrar podrá mis ojos la postrera”. Al tomar el teléfono, me dijo: “Querido amigo…” Cosa que prácticamente no me había dicho en toda su vida. He pensado que fue una manera de despedirse de mí.

Los buenos recuerdos están ahí, intocables. La única muerte verdadera es el olvido y yo no olvido a Rubén ni a Fausto.

Es un orgullo decir que fuimos como hermanos o más aún, y recordar innumerables conversaciones, innumerables, de todos los días, de todas las noches, durante muchos años.

Esto mismo lo acabo de decir yo en otras palabras.

Fausto es más culto que nosotros dos. Más estudioso. Entendía la filosofía y la estudiaba. Yo estudiaba Derecho. Lo sigo considerando una maravilla. Siempre he dicho que si volviera poder a estudiar, estudiaría Derecho. A Luis Marrón, que era un extraordinario lírico, se le ocurrió que tenía que hacer poesía filosófica y tuvo que dejar de escribir porque no se le ocurría nada. Por esa razón dejó su poder lírico. A Jorge Hernández Campos, que también tenía un poder lírico verdaderamente asombroso, de repente se le ocurrió que tenía que estudiar filosofía, y por un tiempo su imperio poético se fue al diablo. Ricardo pensó que tenía que escribir en prosa, y lo hizo. Es decir, mis hermanos se fueron retirando del grupo de posibles poetas que éramos, pero para dedicarse todos a escribir, por el puro gusto de hacerlo.

(Esta entrevista se llevó a cabo poco después de la muerte de Ricardo Garibay. Las palabras intercaladas de éste acerca de Rubén Bonifaz Nuño provienen de la entrevista que la autora hizo a Fausto Vega. Nota del editor).

Fragmento tomado del libro Los signos vitales de Ricardo Garibay, Iris Limón, Editorial Colibrí.

Transcripción de Enrique Iturralde