martes, 22 de junio de 2010

Rubén Bonifaz Nuño




Yo llegué a asistir a la clase de Erasmo Castellanos Quinto, en la Escuela Nacional Preparatoria en 1941 porque el año anterior me había inscrito en un Bachillerato de Matemáticas, el cual abandoné por mi incompetencia en la materia. Ricardo Garibay había ingresado en 1940; de tal manera que cuando lo conocí, ya había tomado la mencionada clase de Castellanos Quinto. Las clases del maestro tenían siempre una parte expositiva suya muy brillante, y los últimos diez minutos eran de ejercicio para los estudiantes. En esos minutos se revelaba cuál de ellos era poeta; cuál, prosista; cuál, ensayista; cuál, orador. Al final de la clase, pasábamos a decir nuestras monstruosidades. Castellano Quinto fue quien nos estimuló, él nos crió como escritores. También su clase nos permitió a todos nosotros conocernos.

Un día estaba yo en una nevería que se llamaba La Princesa; estaba con algún amigo, tal vez era Fausto Vega, y llegó Ricardo. Les preguntaron si sabía quién era yo y el dijo: “Sí, es Bonifaz. Es al único a quien Castellanos Quinto le hace caso en su grupo”.

Así conocí a Ricardo.

Con el tiempo, la amistad se fue haciendo muy exclusiva entre Fausto Vega, Ricardo Garibay y yo, porque había otro grupo que estaba formado por Luis Marrón, Jorge Hernández Campos y Horacio Martínez, que eran mucho más altos que nosotros. Eran de tamaño normal porque nosotros desde jóvenes fuimos enanos. Éramos dos grupos de escritores que nos estimábamos mutuamente por medio de elogios o por medio de insultos.

Alguna vez Garibay escribió más o menos lo siguiente: cito de memoria. “Cené con Hernández Campos, Fausto Vega y Rubén Bonifaz. Tenemos mucho tiempo de conocernos. En realidad, lo que somos, y no somos poco, nos lo debemos unos a los otros. Nos amamos y nos odiamos como hermanos”.

Yo no los odié como hermanos: los amé como hermanos. Eso sí. Nos debemos lo que somos, y no somos poco. Porque juntos nos orientamos en la vida; hicimos, construimos la vida. Primero entre Ricardo, Fausto, yo; más tarde, Jorge Hernández Campos se unió a nuestro grupo de chaparros.

Nosotros imitábamos al grupo de Luis, Jorge y Horacio; tanto es así, que adoptamos su silbido de reconocimiento, el cual era el tema del último movimiento del Concierto para violín y orquesta de Beethoven. Con ese silbido nos reconocíamos en la escuela.

En realidad, Jorge Hernández Campos y Luis Marrón eran mejores escritores que nosotros. Así parecía entonces. Ricardo tenía un grandísimo talento poético, al cual renunció; nunca me expliqué por qué. Alguna vez me enseño un poema sobre “La pavana para una infanta difunta”. Yo le dije: “¿Por qué, si cuidas tanto la prosa, si estás analizando cada palabra por su sonido, por su significado para combinarlas con las otras, por que eres tan terriblemente descuidado con la poesía? Ninguna de esas palabras está funcionando como debe en un poema”. Ciertamente, se ofendió.

Señalo esto porque Garibay tenía un clarísimo talento poético. Allá, a sus 18 años, escribió un poema que se llamaba “La llegada”. Era de una expresión lírica verdaderamente admirable. Hablaba de sí mismo antes de nacer, de cómo había nacido y quiénes habían sido sus maestros.

La tierra sintió en su vientre

una agitación platónica.

La madre soñó una muerte

con dos ojos y una boca.

Se vieron manchas de sangre

palpitar entre las lunas,

mientras roncaba un maestro

no muy lejos, las futuras

enseñanzas para el muerto.

Es una parte del poema. Yo recuerdo poemas completos de Garibay, de Marrón, de Hernández Campos, de Fausto, a pesar de que sólo los oía una que otra vez.

Un par de años después, cuando salíamos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia —todavía no era la Facultad de Derecho—, que se encontraba en la esquina de San Idelfonso y Argentina, nos íbamos caminando por la calle de Argentina. Entrábamos en un café de chinos que por allí se encontraba, porque allí había una mesera que a Garibay le parecía muy apetecible. Tomábamos café y comíamos bísquets. De allí nos dirigíamos a unos billares —que también se encontraban en la calle de Argentina— a jugar dominó o billar. Garibay era muy bueno para el billar. Jugaba carambola de tres bandas, el muy loco. Luego, poco a poco, nos dispersábamos. Acompañábamos a Fausto a la calle de Madero, donde trabajaba en una casa de bolsa; después nos íbamos caminando hasta San Juan de Beltrán, donde tomábamos le camión que nos llevaba para nuestras casas. Fausto, Ricardo y yo vivíamos respectivamente en Tacubaya, San Pedro de los Pinos y San Ángel; así, compartíamos el mismo camión.

Alguna vez escribió Garibay que caminábamos con un terrible sol de las dos de la tarde. Y es que nosotros asistíamos a la escuela de Derecho, siempre vestidos de traje. Garibay tenía una beca; él se los mandaba hacer con un sastre. Yo usaba los trajes que me dejaba mi hermano mayor. Los tenía que mandar achicar, porque él era más grande y más robusto que yo. Aún ajustados, siempre me quedaban grandes. Una vez Garibay dijo que me había acostumbrado a vestir con holanes. Así, de traje y corbata, vestíamos todos los días. Hace poco vi a los alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras hechos una facha, y vi a los alumnos de Derecho, todos con corbata, y pensé: “Éstos siguen vistiendo igual”.

A veces, también nos reuníamos en la nevería La Princesa después de las clases. Como ya dije, la Escuela Nacional de Jurisprudencia estaba en San Idelfonso, y La Princesa, en la calle de Argentina. Y digo estaba, porque la echaron abajo para las excavaciones del Templo Mayor.

Por las noches acudíamos “como oyentes al café de Filosofía y letras”. En Filosofía no estuvimos inscritos nunca. Íbamos de cuando en cuando a algunas clases, las que nos interesaban, pero no lo hacíamos regularmente. Estábamos allí hasta las ocho de la noche. Filosofía estaba en la casa de Mascarones, en San Cosme. Saliendo, nos encaminábamos sobre Reforma. Ésa era la geografía. Creo que el Paseo de la Reforma era idéntico a como está ahora, pero mejor. Los árboles eran más jóvenes, había mucho menos gente, mucho menos coches; de tal manera que era delicioso caminar por allí.

Una vez, caminábamos sobre el Paseo de la Reforma Fausto, Ricardo, Jorge y yo —era a principios de marzo—, y Jorge dijo: “Sientan este aire tan espeso de la primavera que casi puede tocarse”. Porque era una noche de primavera de las maravillosas que había por entonces. Deambulábamos por la noche, arreglando el mundo y alguna vez pensamos que lo habíamos arreglado: pero pregúnteme ahora…

No voy a decir cómo recuerdo a los jóvenes que fuimos, pero sí voy a contar cómo nos percibía una persona extraña. Enfrente de la Preparatoria de San Idelfonso había una tortería que era propiedad de un refugiado español, de aquellos intelectuales. Con nosotros estaban en esos tiempos, como socios de esperanzas y de desdenes, Emilio Uranga, Juan Noyola y algún otro. Nos llevaron la cuenta, y cuando sacamos lo que traíamos para pagar, vimos que no nos alcanzaba. Eran algo así como $4.50. Y entre todos no lo podíamos juntar. Entonces llegó el dueño de la tortería y nos dijo: “Vamos, que ésta es la primera conversación inteligente que les oigo a estudiantes mexicanos. Así que dadme lo que tengáis y no os preocupéis”. Garibay comentó: “No sabe con quién está hablando”.

Ésa es una mirada de cómo fuimos de jóvenes. Muy pobres todos, muy resentidos socialmente, y con una gran creencia en nosotros mismos, a pesar de que éramos relativamente tímidos, sobre todo yo. Veíamos a la humanidad como algo inferior a nosotros. Jugábamos que todos los demás eran una suerte de idiotas, y que nosotros éramos los que sabíamos; los que incluso, íbamos a salvar el mundo, empezando por México. Pensábamos hacer una patria de verdad, una patria de hombres, porque el país que teníamos, no era de hombres.

Juntos acudíamos a librerías de viejo a conseguir verdaderos tesoros. Nos prestábamos los libros para leerlos y nos los devolvíamos. Teníamos conversaciones de grandes e inteligentes, para los muchachos que éramos. Todos estudiábamos. Por ejemplo, nos pasamos varios meses estudiando En busca del tiempo perdido. Hablábamos, discutíamos el tema. Estábamos más o menos al corriente de los escritores, y cada uno tenía sus favoritos. Los míos eran los de la Rusia roja, que entonces empezaron a llegar en ediciones españolas a México. El escritor favorito de Garibay era Jacob Wasserman. Lo adoraba verdaderamente; hasta lo imitaba. Wasserman tenía un personaje juvenil llamado Etzel Andergasr. Quien lo haya leído, va a recordar mucho a Ricardo Garibay, porque él llegaba a identificarse con ese personaje.

Había también otro muchacho de aquellos tiempos, al cual veíamos con cierto desprecio benevolente, porque él tenía 18 años, y nosotros, ya 20. Era un chamaco. Este muchacho, que se llama Joaquín Sánchez MacGrégor, nos ilustró mucho en cuestiones de artes plásticas, porque él tenía, por el nivel económico de su familia, posibilidad de comprar libros de arte. Llevaba sus libros y los abría delante de nosotros, y los comentábamos. Me acuerdo mucho de las esculturas de Maillol; recuerdo especialmente la pintura de Salvador Dalí. Se nos abrieron los ojos ante la pintura gracias a los libros de Joaquín. También nos llevó ciertos autores. Uno de ellos influyó mucho en Ricardo y en su escritura. Me refiero a Jean Giono. El canto del mundo impresionó hondamente a Garibay; esa novela hablaba de un hombre del río, y Ricardo estaba tan conmovido, que escribió un cuento sobre un niño del río, adaptando sus emociones por la lectura de Giono a su propia necesidad de escribir.

En la Escuela Nacional de Jurisprudencia, Ricardo y yo seguíamos juntos, aunque con algunos periodos de separaciones por pleito, pero sólo con él, porque con Fausto y Jorge jamás peleé. Ricardo y yo sí estuvimos separados varías veces. ¿Por qué? Porque de repente no nos podíamos soportar.

Había en la Escuela Nacional de Jurisprudencia dos notables profesores de primer curso de Derecho Civil. Esos maestros eran Roberto Cossío y Cossío, a quien le decíamos el “Charro”, y Francisco de P. Fernández, la “Leona”. Ricardo se inscribió al curso del maestro Cossío. El día que se presentó Garibay al examen final, le pidió permiso al maestro para no estar sentado en la silla que se encuentra enfrente del tribunal, que siempre estaba formado por dos maestros, y para que él pudiera caminar y fumar. El maestro cedió. Le dijo: “Si le parece a usted bien, hágalo”. Comenzó la prueba y no hubo pregunta que le hiciera, que Ricardo no contestara correctamente. Al final del examen, el profesor le dijo: “Lo felicito”. Por supuesto, le puso 10 de calificación. Ricardo estaba muy contento porque era muy difícil sacar un 10 con Roberto Cossío.

Al año siguiente me tocó hacer el examen con la “Leona” y un profesor nuevo que daba por primera vez la clase de Derecho Civil. El profesor Francisco P. de Fernández me hizo el cuestionario y yo contesté todo bien. Entonces le preguntó al sinodal que estaba junto con él: “Si le parece bien a usted, interrogue al alumno”.

—Prefiero no interrogarlo —respondió.

—Más le vale —dijo el maestro, y me calificó con 10.

Después de eso, Ricardo, él y yo habíamos tenido un tiempo de no hablarnos, me dijo: “Yo sabía que tú tenías que sacar 10 en esa materia, para no ser menos que yo”.

Ricardo estuvo a punto de terminar todas las materias de Derecho, si es que no las terminó todas. Incluso litigó algún tiempo, pero ese litigio no fue efectivo. Habrá presentado alguna demanda o algo por el estilo. No pudo ejercer, lo mismo que yo.

Todos decíamos que éramos genios, pero yo me diferenciaba de ellos en una cosa: los demás pensaban que tenían que vivir de la literatura cuando fueran grandes, y yo pensaba —y lo sigo pensando— que la literatura era como una diversión, como una especie de ámbito para la libertad personal, que aparte estaba la manera de ganarse la vida. Por eso, mientras los otros estaban fiándose a la literatura, yo me fui al Derecho. Estudié Derecho para vivir de él. No pude, por determinadas circunstancias; pero toda mi vida, hasta hoy, he visto a la literatura como una cosa marginal; repito, como un acto de libertad. Mi trabajo es el de profesor universitario. Yo siempre pensé que mi vida iba estar orientada profesionalmente, no literariamente.

Rubén Bonifaz, Fausto Vega y yo éramos como hermanos o más.

Rubén es un hombre apartadizo, difícil. Éramos más que hermanos, pero él se dedicó a estudiar y yo me entregué a andar de cabrón, a solucionar la vida, la cacería de mujeres, que nunca conseguí, la catolicidad que Rubén rechazó muy temprano; yo no, la rechacé después, y la academia, el estudio.

Rubén es un sabio, ha estudiado toda la vida a fondo; yo, todo lo contrario; eso nos fue separando. Él veía con desdén mi mundanidad; yo veía con desdén su academia. Nos encontramos mucho tiempo después, con cariño franco, abierto, pero ya teníamos muy poco que decirnos. Si usted no frecuenta a un amigo, pierde el diálogo, ¿de qué le hablo?, por Dios. Ya es muy difícil ver a Rubén, porque ha perdido mucho la vista; eso lo echa hacia atrás, hay mucha dignidad en él, no se deja ver, no quiere. Creo que hace ya, fácilmente, 10 o 15 años que no nos vemos, que no hablamos, y lo terrible sería verse y hablarse, porque no tendríamos de qué hablar.

Nunca vi con desdén lo que hacían mis amigos. Siempre los respeté y admiré. Prueba de ello es que sé de memoria sus poemas. Yo quería ser como ellos. Había una profunda solidaridad entre nosotros. Fausto, Ricardo y yo teníamos la misma mala suerte con las mujeres. Tal vez por la misma pobreza en que vivíamos: no teníamos para invitarles una nieve. Ni siquiera les dábamos tiempo de aburrirse de nosotros.

Fausto Vega y yo estuvimos en varias ocasiones enamorados de la misma muchacha. Garibay no, porque el escogió una desde el principio. Fue la locura, porque cuando llegó a ser adulto, ya adelantada su fama, volvió a buscar a esta muchacha, que ya no lo era tanto. Creo que él pensó en ella hasta el día que murió.

Conocí poco a la familia de Garibay. Alguna vez fui a su casa. Conocí a su padre, un hombre flaco, de bigotes. Lo saludé y hablé con él alguna vez. Decía Hernández Campos: “Tanto mi papá, como el de Ricardo y el tuyo, tienen cara de perros, pero de diferentes razas”. Con su mamá hablé una o dos veces. A las hermanas las conocí, pero de joven nunca hablé con ellas. La menor fue a verme hace poco a mi oficina para pedirme que le consiguiera una beca a uno de sus hijos. Por cierto, la llamé Socorro, porque ése era su nombre, y me dijo que ya se lo había cambiado, que ahora se llamaba Bárbara.

Garibay era, en el principio de su vida, en su juventud, terriblemente religioso, católico. Consideraba una ofensa que se le hablara mal de un cura, por ejemplo. Era exageradamente aplicado a la religión católica. De repente la dejó. No me enteré nunca de cuál había sido la causa de este conflicto, porque simplemente lo vi: eres católico y dejaste de serlo. No tiene importancia, porque para mí ese tipo de cosas nunca han significado nada. Yo nunca fui religioso; nunca he comulgado; me bautizaron porque eso lo hacen cuando uno no existe. Como le decía a un cura que ha tratado de convertirme últimamente, la fe es un don y yo no la tengo. Ricardo si la tenía y luego renunció a ella. Insisto: no sé por qué.

Una cosa de Ricardo me dolió terriblemente; no alcanzo a comprenderla y todavía me duele; esto sucedió hace unos 15 años, poco antes de cumplir nosotros los 60. Me dijo con los ojos en lágrimas: “Yo nunca en mi vida, he tenido un momento feliz”. Y no me expliqué cómo alguien puede no haber tenido un momento feliz en su vida. Por Dios: cuando le regalaron un trompo, cuando él se encontró una canica tirada, cuando Rosa se lo llevó al hotel, cuando la crítica celebró unánimemente los valores de Beber un cáliz. ¡No tuvo, ni siquiera en esos momentos, algo de felicidad? Él decía que no.

Ricardo tenía un defecto que él convirtió en virtud, porque lo usó como instrumento para crecer: Garibay no venció nunca la ambición juvenil de poseer la totalidad del mundo. Ricardo decía: “Lo que les dan a otros, me lo quitan a mí”. Él uso ese sentimiento de que todos le estaban robando lo suyo —que acaso no es más que algo semejante a la tristeza del bien ajeno— para hacerse fuerte y aprender, para estudiar: porque él no estudió grandes cosas, pero su oficio de escritor sí lo estudió, y lo estudió con minucioso cuidado. Cuando se dedicó a la prosa, calculaba el peso de sus palabras; a veces bien, a veces mal, pero en la intención de calcular, digamos que era mejor que Borges.

Me acuerdo de una frase, porque él la consultó con nosotros varias veces: “Murió en un mediodía de tierra caliente, cuando toda su esperanza era luchar contra su destino”. Le daba veinte vueltas a ese párrafo, cambiando de lugar las palabras, estudiando cómo sonaba mejor. Ricardo se aplicó a su oficio, porque su ambición de mundo fue un instrumento que utilizó para defenderse del mundo que le estaba negando lo que él merecía.

En aquel tiempo de nuestra juventud, nosotros gozábamos haciéndonos de enemigos. Después, los demás vimos que eso era una ridiculez. Entonces nos dedicamos a lo contrario, pero Ricardo siguió en ese mismo plan de adolescente de no respetar a nadie. Si respetaba a alguien, lo negaba para así poderse imponer por medio de la violencia. Garibay siempre fue un hombre muy violento. Yo lo soy también, pero lo disimulo.

El reconocimiento público a Garibay como escritor, lo oí yo después de su muerte, cuando un funcionario de Educación lo puso al mismo nivel que Octavio Paz y Jaime Sabines. Yo pienso que Garibay era, con mucho, más sabio y opulento que Jaime Sabines como escritor; y, sin embargo, durante mucho tiempo trataron de considerarlo como si no fuera nadie. ¿Por qué? Por su manera de ser, por su gana de estar continuamente en violencia contra el mundo. Simplemente, si podían premiar a otro en vez de a él, lo premiaban. Era una manera de no hacerle caso. No había nada expreso contra él, más que el silencio.

Cuando leí Par de Reyes, le dije: “Ahora sí ya la hiciste, Garibay, porque ya eres escritor profesional”. Al principio se enojó.

— ¿Por qué? —me preguntó.

— Porque puedes escribir como se te dé la gana, y lo que se te dé la gana.

Yo no creo en las letras mexicanas. Dicen que yo soy un gran poeta. Yo no puedo creer en unas letras que me tienen a mí como un gran poeta. No me considero un gran poeta; yo me considero un excelente profesor de Letras.

Ricardo era una gente, como ser humano, muy seductora. Tenía sentido del humor, era simpático, sabía contar cuentos, sabía reírse. Él presumía de que era actor; además, lo fue en la radio, con Pura Córdoba. Alguna vez, Octavio Paz le dijo: “Tanto teatro para hacer cine”.

Nosotros no nos reíamos mucho cuando éramos jóvenes, porque siempre estábamos muy sombríos y muy disgustados por dos razones: la pobreza y que las muchachas no nos hacían caso. Después cambiaron las cosas, ya cuando empezamos a ser gente normal, digamos a los 30 años. Ya era otra cosa. Entonces nos reíamos. Ricardo hacía chistes, pero sus chistes no eran tan buenos. Él decía que los míos eran pésimos, por supuesto. Los amigos nos gritaban: “Ya no hagan chistes”.

Garibay decía, vuelvo a recordar aquella juventud, que él era perfectamente bello. Él decía que era bello y en el Generalito, antes de comenzar un discurso sobre el ideal de belleza, se quitó la ropa de la cintura para arriba, y empezó diciendo: “Hermanas bestias…”. Lo publicaron en el periódico.

Yo no hubiera hecho nada diferente para conservar la amistad de Garibay. Absolutamente nada. La vida y las situaciones que vivimos fueron totalmente naturales. Querer cambiar algo de eso es como si se quisiera hacer algo para no envejecer. No, las cosas se van haciendo así. Además, yo nunca hice nada —ni por dentro ni por fuera— contra Ricardo Garibay; al contrario, siempre que se me preguntó sobre él hablé con elogio. Alguna vez lo propuse para el Premio Nacional de Letras, que nunca le dieron y eso fue una gran injusticia, porque lo tiene gente muy inferior a él. En esa ocasión que lo propuse, tuvo la mala suerte de competir con Carlos Fuentes.

Nunca recuerdo haber dicho algo malo o haber hecho nada malo contra Ricardo Garibay. Acaso los berrinches en los saludos, “el tarugo de Ricardo”, como le pude haber dicho, pero nunca seriamente, dije nada malo.

La muerte de Garibay me significó la de una parte de mí, porque nosotros en verdad vivimos como hermanos. Vivimos en la mayor pobreza, en el mayor disgusto, en el mayor sentimiento. En todo lo mayor estuvimos junto a Ricardo, Fausto, Jorge, que llegó a ser uno de nosotros, y yo.

Jorge sufrió hace poco una hemiplejia. Le dije a Fausto Vega, que también estuvo enfermo: “No me vayas a dejar solo”. Porque siento que mis hermanos me están abandonando. Por Dios. Es como perder mis brazos o una pierna. Igual me duele lo de Hernández Campos o lo de Fausto Vega, o lo de Henrique González Casanova. No es una cosa intelectual; es una cosa orgánica lo que siento al haber perdido a Ricardo.

Él, en muchas ocasiones, me hablaba para preguntarme sobre cosas de técnica literaria, o cuando tenía dificultad en la comprensión de algún poema. Me hablaba con alguna frecuencia para depositarme sus dudas; sobre todo, de poesía clásica. Garibay y yo teníamos mucho tiempo de no hablar. Llegué a estar interiormente muy disgustado con él, porque en una ocasión dijo públicamente que él no tenía amigos y que no hacía ninguna excepción. Entonces yo me dije: “Si tú no tienes amigos, yo tampoco te considero mi amigo. No tengo nada que ver contigo”.

Menos de un mes antes de su muerte, me habló por teléfono para preguntarme sobre un soneto de Quevedo, el cual admiraba mucho, no sé por qué (porque Quevedo tiene muchos mejores). Me habló para preguntarme por “Cerrar podrá mis ojos la postrera”. Al tomar el teléfono, me dijo: “Querido amigo…” Cosa que prácticamente no me había dicho en toda su vida. He pensado que fue una manera de despedirse de mí.

Los buenos recuerdos están ahí, intocables. La única muerte verdadera es el olvido y yo no olvido a Rubén ni a Fausto.

Es un orgullo decir que fuimos como hermanos o más aún, y recordar innumerables conversaciones, innumerables, de todos los días, de todas las noches, durante muchos años.

Esto mismo lo acabo de decir yo en otras palabras.

Fausto es más culto que nosotros dos. Más estudioso. Entendía la filosofía y la estudiaba. Yo estudiaba Derecho. Lo sigo considerando una maravilla. Siempre he dicho que si volviera poder a estudiar, estudiaría Derecho. A Luis Marrón, que era un extraordinario lírico, se le ocurrió que tenía que hacer poesía filosófica y tuvo que dejar de escribir porque no se le ocurría nada. Por esa razón dejó su poder lírico. A Jorge Hernández Campos, que también tenía un poder lírico verdaderamente asombroso, de repente se le ocurrió que tenía que estudiar filosofía, y por un tiempo su imperio poético se fue al diablo. Ricardo pensó que tenía que escribir en prosa, y lo hizo. Es decir, mis hermanos se fueron retirando del grupo de posibles poetas que éramos, pero para dedicarse todos a escribir, por el puro gusto de hacerlo.

(Esta entrevista se llevó a cabo poco después de la muerte de Ricardo Garibay. Las palabras intercaladas de éste acerca de Rubén Bonifaz Nuño provienen de la entrevista que la autora hizo a Fausto Vega. Nota del editor).

Fragmento tomado del libro Los signos vitales de Ricardo Garibay, Iris Limón, Editorial Colibrí.

Transcripción de Enrique Iturralde

martes, 1 de junio de 2010

Primera década de eternidad

En la presentación de Las glorias del gran Púas, librería del Palacio de Bellas Artes, 1978


Josefina Estrada


Ricardo Garibay desciende de una estirpe de suicidas. Y los suicidas deciden el día de su muerte. Pero Garibay no quería morir. El destino decidió que expirara el 3 mayo, día de la Santa Cruz, cuando los albañiles celebran su fiesta, en recuerdo de la fecha del hallazgo de la cruz de Cristo en el Monte Calvario. Por supuesto, los hombres que realizaron tan feliz hallazgo eran albañiles. Esta celebración vino a sustituir el rito pagano de las floralias, fiesta romana, en honor a Flora, diosa que representa el eterno renacer de la vegetación en primavera, que se celebraba del 28 de abril al 3 de mayo.

Los deudos tratamos de hallar consuelo ante la irreparable pérdida, buscando descifrar mensajes ante lo inescrutable. Por ello, me parece que don Ricardo se fue en un día emblemático. Fue educado bajo la férrea liturgia cristiana. Y cuando él decidió ser un pecador cínico e irredento, mandó al diablo a Dios. Pero la duda, la posibilidad de la existencia del Poder Divino lo desvelaba. Por ello, abiertamente envidiaba a sus colegas creyentes que tenían un asidero en la fe.

No creía en Dios, pero estaba seguro de la existencia del Diablo. Literalmente, no lo quería ver ni en pintura. En alguna parte, ya conté que rechazó la ilustración propuesta para la portada de su libro De toro toronjil, una litografía del oaxaqueño Maximino Javier, donde algunos diablos juguetones viajan en un camioncito. El motivo de su vehemente rechazo, me confió, se debía a que, después de muchos años de terapia, había comprendido que su severa neurosis nacía del trato que de niño había hecho con el Demonio: a cambio de su alma, el demonio debía matar a su padre, quien le propinaba salvajes golpizas. Sin embargo, a los 39 años Garibay escribió la novela Beber un cáliz, una de las obras más hermosas y conmovedora de la literatura sobre la agonía de su padre, donde pudo hacer a un lado todo el veneno que aún lo corroía y sólo quedó el diáfano amor filial.

La noche previa a la fiesta de los albañiles, los hombres arman la cruz con desechos de los materiales de la obra y la colocan en el sitio más alto de la edificación, adornada con flores naturales y de papel. Los albañiles suspenden las labores al mediodía y dan comienzo la música y la borrachera. Don Ricardo falleció 45 minutos antes que terminara la celebración del día del hallazgo de la Santa Cruz, también conocido como el Día de la Invención.

Visto de esta manera, Garibay murió el día justo, apropiado y como hermosa metáfora a su vida entera.

Después de esa justicia poética, el tiempo que, dicen, pone todo en su lugar, 10 años han sido insuficientes para poner a Garibay en el lugar que, por derecho, le corresponde a un escritor de su valía. Sólo ha habido dos grandes sucesos que pueden ser el telón del perpetuo homenaje que debiera brindársele: la publicación de su obra reunida en 10 tomos y la inauguración de la Biblioteca Central del Estado de Hidalgo Ricardo Garibay, una de las más modernas del país, con una extensión de 4 mil 560 metros cuadrados.

Ambas acciones enaltecen la memoria de quien un día comentó: “Un pueblo que no lee, es un pueblo que acabará en la servidumbre de algún imperio; un pueblo que no lee, es un pueblo que pare y macera gigantescas cantidades de analfabetas”. Para paliar un poco la escasa cultura libresca de los mexicanos, durante años Garibay compartió sus lecturas en el programa radiofónico Astucias literarias. En privado, era natural que comentara de manera elocuente alguna obra de la literatura universal; a los escuchas no nos quedaba más remedio que buscar el libro por él mencionado para localizar el soberbio pasaje aludido; cuando se encontraba, era una pálida sombra. Y desencantado, uno le expresaba que él lo había narrado mejor. “Suele suceder”, contestaba campechanamente.

La publicación de la obra reunida puso al alcance de un nuevo público una obra difícil de conseguir. Garibay nunca fue un autor de masas, pero tenía seguidores que agotaban las ediciones en un tiempo razonable.

Aparte de estos dos acontecimientos, los demás hechos que se han sucedido en esta primera decena de su fallecimiento, son detalles, apenas pequeños fragmentos del monumento que debiera construirse. Y no es que me gustara ver a don Ricardo hecho escultura, pero es plausible. Hay gobernadores que han mandado esculpir a personajes tan disímiles como Fox, el arcángel Gabriel o a Ho-Chi-Min… Aunque sí hay que señalar que existe un busto de cobre de Garibay a la entrada de la magna biblioteca de Pachuca.

Es fundamental y urgente que los funcionarios y gobernantes unan sus esfuerzos, inteligencias y sensibilidades para honrar y perpetuar la memoria de un hombre que no tuvo el talento ni la personalidad convenientes para conquistar a sus pares contemporáneos. Se cubrió de máscaras que impidieron el acercamiento a su obra. Se empeñó en buscarse enemigos, que ni muerto le perdonan la vida.

Hombre alejado de los grupos y las academias, no se le ha estudiado ni se han hecho ensayos acordes con las miles de cuartillas publicadas. El crítico literario Ignacio Trejo Fuentes, quien acaba de terminar la primera tesis doctoral sobre Garibay, ha publicado que cuando inició su tesis, pretendió hacerla sobre la obra de Garibay. Pronto se dio cuenta de que esa labor era imposible de abordar en un solo trabajo, y se concentró en el amor y las mujeres en la narrativa garibayana. Cuando Trejo Fuentes inició la etapa de investigación, con gran sorpresa descubrió que Garibay parecía no haber existido. Así de escasos son los trabajos ensayísticos. Un autor tan prolífico que divulgaba cuanto escribía es, por lógica, irregular. A lo largo de 36 años, publicó medio centenar de obras, más de un libro por año. No todas las obras son extraordinarias, pero lejos de ser un problema, debiera ser una provocación para los críticos y académicos, y sería hora de que se pongan a trabajar para emitir verdaderos juicios valorativos. Hasta ahora han sido meras descalificaciones, la mayoría nacidos de la mezquindad o el simple desdén. O peor, ayudan a perpetuar el silencio y el ninguneo.

Tengo dos propuestas concreta para difundir la literatura de Garibay. Sugiero que se cree la Cátedra Ricardo Garibay en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, donde imparto la materia de Periodismo y Lenguaje Narrativo para los alumnos del 7° semestre, a quienes suelo dejar leer algún libro de Garibay. Sin excepción, quedan maravillados de haber descubierto a este autor. Hace un año, un alumno me comentó: “¿Por qué ningún maestro, en toda la carrera, ni siquiera nos había mencionado a Garibay?”. Debo aclarar que mis alumnos pertenecen al SUA, Sistema de Universidad Abierta, y no al escolarizado, donde por necesidad tomarían clases con Froylán López Narváez, Lucía Rivadeyra e Ignacio Trejo Fuentes, quienes conocen ampliamente la obra del homenajeado, y cabe la posibilidad de que lo mencionen en más de una ocasión. Entonces me escandalizó ese comentario y exclamé para mis adentros: “¡No conocen a Garibay y están a punto de terminar la carrera!”. En algo me conforta que tampoco les suenan los nombres de Jorge Ibargüengoitia y Vicente Leñero, a quienes también les dejo leer.

Estos tres autores eran leídos por todos los estudiantes de periodismo de mi generación. Los leíamos en las páginas editoriales del Excélsior de Scherer. Y también porque Gustavo Sainz nos acercaba a la obra literaria de esta triada, y de Sabines, decanos de nuestra literatura.

Me gustaría que se impartiera esta cátedra en Ciencias Políticas porque los alumnos aprenderían a escribir periodismo literario con sólo leerlo. Además perfeccionarían la sintaxis, puntuación, ortografía y gramática. Alguna vez dejé leer en el semestre tres tomos de la obra reunida. Los resultados fueron extraordinarios. Los alumnos aprendieron a redactar textos autobiográficos, semblanzas y crónicas realmente notables. Pido que sea la Facultad porque varias veces, cuando se revisan los planes de estudio, se ha sugerido que desaparezcan las materias de Literatura y Sociedad, y la que yo imparto para dar lugar a la asignatura Teoría del Periodismo, la cual abarca conceptos de narratología —que en la práctica ya se imparte— que sólo sirve para que los alumnos reprueben, se indigesten de términos incomprensibles y para que odien a la literatura. Ante semejante sugerencia, sé que don Ricardo me diría: “¿Por qué me limita? Sugiera usted que se me estudie en todas las universidades y facultades, en México y el mundo entero.” De acuerdo, don Ricardo, también sugeriré que se le traduzca a todas las lenguas, pero empecemos por la creación de la cátedra en Ciencias Políticas…”.

Como en internet es muy escasa la información sobre Garibay, la segunda propuesta es crear un blog dedicado exclusivamente a Ricardo Garibay. El escritor y crítico Guillermo Vega Zaragoza y yo emprenderemos esa tarea; en breve colgaremos en la red este proyecto, que sabemos será entusiasmante. Están invitados todos aquellos que tengan material para este proyecto y así como sugerencias de fragmentos de textos que consideren deban de incluirse.

La ignorancia del alumnado y profesorado es lógico resultado del olvido sobre la obra de don Ricardo de comunicólogos, funcionarios y políticos. Por ello, además, hago un llamado al Fondo de Cultura Económica para que le ponga a una de sus bibliotecas el nombre de Ricardo Garibay. Ojalá su actual director, Joaquín Diez-Canedo, esté en sus manos hacerlo realidad, quien junto con su maravilloso padre, publicaron la mayoría de la obra del hidalguense, en la editorial Joaquín Mortiz.

A veces, pareciera que la mala fortuna persigue a Garibay. Algún desaguisado sucede que viene a opacar lo que debiera brillar. Por ejemplo, la fecha original de este homenaje era el 27 de abril, y no se le reservó el domingo siguiente, que justamente caía el 3 de mayo. Hubiera sido lindo reunirnos el día de la Invención. Tampoco sé por qué tuvo que morirse María Félix en la víspera de la aparición de las obras completas, con el consecuente opacamiento en las páginas culturales. Claro, a María se le veló de cuerpo presente en el Palacio de Bellas, y las puertas permanecieron abiertas toda la noche para que miles de mexicanos vinieran a despedirse. En cambio, los funcionarios de ese momento no se atrevieron a desafiar el status quo para que Garibay fuera velado en este hermoso recinto. Por supuesto, estamos hoy aquí porque la fecha se pospuso por la medidas sanitarias de la influenza.

Y también, tuvo la mala fortuna de morirse a deshoras, antes de que se instituyera la medalla de Bellas Artes. El protocolo impide entregar a los ausentes tan alto honor. Sin embargo, entre los bellos detalles de este decenio, está la entrega póstuma de la medalla Miguel Hidalgo, máxima presea que otorga el Congreso Hidalguense Legislativo. Podría seguir dando sugerencias, pedir no empobrece. Mi llamado es para todos los que ejercen el poder en aras de perpetuar la memoria del escritor. No saldrán defraudados.

En síntesis, hasta el momento, sólo el gobierno, los funcionarios y los políticos hidalguenses han enaltecido a su hijo pródigo. En Hidalgo, a lo largo del año, se han programado varias mesas redondas y promoción de la obra. Y se cumplirá así uno de los preceptos del homenajeado: “Leer es viajar por dentro, inagotablemente. Releer es andar caminos caminados que hoy no nos llevan a donde nos llevaron la primera vez. Leer es investigar. Investigar es desentrañar los misterios de la realidad cotidiana y dominar esa realidad, es avanzar y evolucionar. El pueblo que no lee, no avanza y no evoluciona hacia ninguna parte”.

Hasta donde sé, sólo en la Ciudad de México y Cuernavaca se conmemoró su décimo aniversario luctuoso. Además, en Hidalgo se ha creado el Premio de Cuento Ricardo Garibay para estimular la participación de sus escritores locales. La casa de la cultura de Tulancingo, su tierra natal, también lleva su nombre y será remozada este año. También, van a hacer un DVD con una selección de los programas que Garibay grabó para la televisión del estado, en el programa Diálogos hidalguenses. Sería bueno que Canal 22 o TV UNAM emulara esta acción y rescatara los programas que Garibay grabó para canal 13 bajo el título Calidoscopio. Tal vez se hayan conservado los que grabó para canal 11.

En fin, faltan 14 años para celebrar el centenario del nacimiento de Ricardo Garibay. En 2023, seré una respetable anciana y estaré haciendo un nuevo recuento de las omisiones y los lindos detalles. Ojalá que, para entonces, el INBA decida hacerle un homenaje nacional y se emita un timbre y un billete de lotería. Y que todos los estados echen la casa por la ventana, que a todo lo largo y ancho del país se escuche su nombre. Pero sobre todo, me gustaría declarar que la vasta obra de Ricardo Garibay ha servido para formar una sociedad con mejores lectores; mejores seres humanos, como lógica consecuencia.


Texto leído el 30 de agosto de 2009, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes