miércoles, 26 de mayo de 2010

Signos de amistad



Para definir la amistad hay que seguir la característica del pueblo argentino: la vocación por la misma. Los argentinos se sienten los mejores amigos del mundo y, de alguna manera, demuestran que lo son; dicen que la amistad es el amor sin sexo, tanto entre hombre y mujer, hombre y hombre o mujer y mujer.

El amor se da por la semejanza, por la similitud; la amistad se da por las diferencias. La amistad es gozar con el otro, con el interlocutor, las diferencias entre ambos. El amigo me completa. Su mundo, sumamente diferente del mío, acaba siendo necesario para que mi mundo se vea a sí mismo.

La amistad es la validez de las diferencias para construir un diálogo; el ser humano necesita el diálogo. Tengo pocos diálogos, tengo muy pocos amigos, pero son indispensables para que viva, para que entienda que la vida tiene algún sentido. Yo solo, metido en mi pequeña biblioteca, me consumiría pronto. La soledad hace sufrir; uno necesita del otro, oír la voz del otro, fuerte, para poder vivir.

Borges decía a los 84 años: “Seguir siendo Borges, para toda la eternidad, qué profunda fatiga”. Ricardo Garibay solo, conmigo, qué profunda fatiga. Necesito de los demás.

La amistad es necesaria porque es el diálogo para construir la vida; es el otro que está delante de mí y me da la réplica a lo que pienso o siento. Sin eso no hay vida.

Se debe cultivar la amistad, porque no se puede vivir a solas. Sólo los animales y los ángeles soportan la soledad; en caso de que los ángeles existan. La soledad es antihumana y hace sufrir, cancela las posibilidades de evolución. Hay que tener un espíritu muy poderoso para soportarla.

Las amistades tienen que venir cambiando conforme se vive. Es necesario porque los intereses cambian mucho en la vida diaria, según se van cumpliendo los años o los muchos años. De manera que el compañero de los 25, 30, 40 o 50 años, ya no es el buen compañero para los 70. Deben cambiar las amistades, de acuerdo; pero también es cierto que uno necesita que cambien las amistades porque ya se pide mucho peso en el interlocutor, para ir en paz con él, para ir en paz con uno mismo. Es necesaria una extensa comprensión, una extensa pulcritud intelectual en el interlocutor para poder navegar con él; porque uno ha venido haciendo lo mismo, ha venido estudiando toda la vida. Ya no cualquiera cumple la función de la amistad, se exige mucho, se pide mucho.

Son varias exigencias que hacen que el amigo sea más difícil de hallar. No se vive a solas ni se vive con el interés suficiente como para imponer a los demás su voluntad. Se vive intercambiando voluntades, y el amigo tiene que ser cercano y parecido.

Transcripción de Luz Badillo.

Texto tomado del libro Signos vitales de Ricardo Garibay, Iris Limón. Ciudad de México, Editorial Colibrí, 2000.

Ilustración: Rafael Hernández H.

martes, 11 de mayo de 2010

Las glorias del gran Garibay

Guillermo Vega Zaragoza

Nunca, nadie, en la historia de la literatura mexicana, escribió tanto y tan bien como él, y nunca una obra fue tan ninguneada por la cultura oficial, los suplementos y los estudios académicos como la suya. Todo se debió a su peculiar forma de ser, altiva y pendenciera, intolerante ante la mediocridad y de fúrica reacción ante las actitudes genuflexas. A los jóvenes escritores recomendaba: “Ser sumamente humildes frente a su oficio y sumamente soberbios frente a los demás; no arrodillarse jamás ante nadie, ser verdaderamente un lépero ante la autoridad y un perro con la cola entre las piernas ante el propio afán de escribir; nada más”.

Murió Ricardo Garibay, hijo predilecto de Tulancingo, Hidalgo, ciudad a la que regresó sólo porque le iban poner su nombre a un callejón lodoso, a espaldas de un cine. Desde luego, rechazó el gesto y le pidió al gobernador que, por lo menos, se merecía una calle de cien metros con un camelloncito.

Murió vencido por el cáncer, pero haciendo hasta el último momento lo que siempre quiso: leer y escribir. Como sucede en estos casos, ahora vendrán todas las cosas que se le negaron en vida: los homenajes, los reconocimientos, los estudios académicos, las antologías y las recopilaciones.

Para el gran público, Garibay es recordado como el señor enojón que aparecía con bata en la televisión en horarios infames, molesto porque en el estudio de junto estaban martillando mientras él hablaba y guardando silencio ante las cámaras por interminables segundos hasta que cesara el ruido. Otros pocos se refieren a él como el creador de un personaje arquetípico de la sociedad urbana en el México del fin de siglo: el Milusos. Muchos menos, como el cronista imprescindible de las páginas editoriales del Excélsior de Scherer.

Sin embargo, todo eso y el recuerdo de los desplantes y la soberbia darán paso con el tiempo a la permanencia de la obra. Polígrafo consumado, se abismó en todos los géneros (quizá sólo le faltó incursionar a fondo en la poesía) y todos dominó: novela, cuento, crónica, ensayo, memorias, artículo periodístico, semblanza, comentario, viñeta, retrato, reportaje, guión cinematográfico, teatro…

Publicó casi 60 libros y, lamentablemente, como bien lo apuntó Emmanuel Carballo, lo eclipsó la gloria de sus condiscípulos en el Centro Mexicano de Escritores en 1952-53, Juan José Arreola y Juan Rulfo, autores más bien estreñidos. Al principio los tres subían como la espuma, uno tras otro se sucedían cuentos de cada uno de ellos, a cuál más valioso. Así fue hasta que en 1955 Garibay entra en un estado de neurosis que lo paraliza y le impide seguir escribiendo.

Nunca les perdonó, sobre todo al autor de Pedro Páramo, que le arrancaran lo que él sentía que le correspondía por derecho propio. No se cansaba de denostar a Rulfo. En mayo de 1984 dijo: “Una de las personas que más ternura o lástima me dan es Juanito Rulfo, el glorioso autor de dos libros de cien páginas; nadie ha vivido nunca tan bien como Rulfo a cambio de tan pocas páginas escritas, dos libros, folclóricos, buenos, que lo han hecho vivir hasta los setenta años de edad, desde hace cuarenta”.

Diez años exactos pasa Garibay en el infierno de la inmovilidad, casi la locura, sufriendo como un perro, sin poder escribir. Pero una vez curado, nadie lo detuvo. Las obras se acumulaban una tras otra, pero muy pocos críticos las tomaban en cuenta. Y como la paga es poca y el hambre es mucha, Garibay tiene que dividirse entre el periodismo, el guionismo y la televisión, y alguno que otro trabajo eventual para dar de comer a los suyos.

Así, conforma una obra paradójica, controvertida y desigual, como su propia personalidad. En el largo estante que ocupan sus libros, al lado de obras eminentemente alimenticias, como algunas recopilaciones de sus artículos periodísticos y reportajes hechos por encargo de algún funcionario, se encuentran novelas y cuentos fundamentales de la literatura mexicana: Beber un cáliz, La casa que arde de noche, Triste domingo, Fiera infancia y otros años, El gobierno del cuerpo, Par de Reyes, Las glorias del Gran Púas

Se ha vuelto lugar común mencionar el espléndido “oído” de Garibay para atrapar el habla popular en la página. La crónica sobre Rubén Olivares es el ejemplo más socorrido. Sin embargo, se ha prestado poca atención a los hallazgos estilísticos y de estructura narrativa que Garibay plasmó en sus obras más logradas. Garibay esculpía delicadas obras con martillantes trazos e imágenes. El fraseo ágil y puntilloso, sin duda influido por el lenguaje cinematográfico, sin que demerite la profundidad psicológica de los personajes, como en Verde Maira; o la multiplicidad de ritmos y atmósferas contrastantes, en las que refulgen con igual fuerza personajes tan disímbolos, como en Triste domingo. Su obra sigue en espera de la ponderación y el análisis que se merece.

Una fatal coincidencia quiso que muriera días después de otro grande de la literatura mexicana, Jaime Sabines, con quien lo hermanó José Emilio Pacheco, al decir que Beber un cáliz es el equivalente en prosa a lo que en la poesía de nuestro país representa “Algo muerte sobre la vida del mayor Sabines”. En efecto, ambas obras rezuman el desgarrado dolor de la pérdida física del padre; sin embargo, para Sabines es la desaparición del padre sin duda amado y venerado, mientras que para Garibay es el deceso del progenitor temido, y a la vez odiado y reverenciado. Por otra parte, en actitud vital, quizá no pudieron existir personalidades tan opuestas como las de Sabines y Garibay.

De esta forma, si de la casualidad se trata, ésta quiso que en el momento de enterarme de la muerte de Garibay estuviera leyendo un librillo acerca de Charles Bukowski. Recordé que en una ocasión Garibay se refirió a él como “escritorzuelo con lenguaje de mingitorio y alma fornicaria”, además de “borracho, y drogo, que apestaba más que un cerdo”. Es decir, nada más que la verdad. Y, sin embargo, al citar el pasaje inidentificable de una novela de Bukowski, Garibay le concede el reconocimiento de “una abismación literaria que es erotismo de limpia especie”. Esa es la única referencia que conozco entre estos escritores que resultan, en apariencia, tan distantes.

Pero, bien miradas, sus vidas y obras resultan líneas paralelas que se divisaron entre sí apenas un instante. ¿No es “la fiera infancia” de Garibay de alguna forma “la senda del perdedor” de Bukowski? ¿No es la admiración de las “treinta y cinco mujeres” del mexicano parecida a la mordaz y tierna visión de las “mujeres” del californiano? ¿No coquetearon ambos con el cine y luego se burlaron de él? ¿No es el retrato de las cloacas de Los Ángeles de alguna forma también la crónica del lujo y el hambre de México? ¿No empezó de lleno el gran Buk su camino en la literatura bien entrada la cuarentena, y no se liberó del infierno de la infecundidad Garibay en su cuarta década de edad? ¿No fueron y siguen aún siendo denostadas sus personalidades y sus comportamientos irreverentes y pendencieros? ¿No murieron ambos haciendo lo único que siempre quisieron: leer y escribir?

lunes, 3 de mayo de 2010

Aproximaciones al oficio literario de Ricardo Garibay

Vicente Leñero


Julio de 1965. Ricardo Garibay en la sala Manuel M. Ponce, del Palacio de Bellas Artes, para tomar turno en el ciclo Los Narradores ante el Público que ha organizado José Antonio Acevedo Escobedo con veinte escritores. De Rafael Solana hasta José Emilio Pacheco, pasando por Rulfo, Arreola, Luis Spota, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes…. Uno cada semana por cinco meses.
Garibay tiene ahora cuarenta y dos años y ha publicado dos libros; Mazamitla, una novela corta escrita durante su beca del Centro Mexicano de Escritores (1952-53), publicada en Los Presentes, y Beber un cáliz, el hondo lamento en torno a la muerte de su padre que le ha merecido pronta fama y que al rato ganará el Premio Mazatlán 1965 al mejor libro de ese año. El escritor lleva poco más de cinco cuartillas para acometer su charla que se convierte precisamente en eso, una charla brillante, apasionada, luminosa. Empieza leyendo:
Mi infancia, mientras escribo esto, se me aparece bajo tres luces: el terror ante mi padre, la exasperación y la fatiga en el templo, la algarabía y la guerra en la calle. Es posible que en cualquiera otra ocasión se me aparezca bajo luces diferentes. Era yo vivaz y cobarde y vivía cercado de pesadillas.

Pero a su lectura agrega a cada instante, interrumpiéndose, enardeciéndose, un vivísimo relato de su incansable búsqueda literaria y existencial, de sus andanzas con los amigos primeros —Henrique González Casanova, Fausto Vega, Rubén Bonifaz Nuño, Jorge Hernández Campos—, de su admiración a la cólera de Vasconcelos, que es su propia cólera contagiada, el ariete de su descomunal soberbia sin escrúpulos, dice, convertida en humildad de santo ante la página en blanco, y ante la creación literaria: objeto único de su pasión, concluye. Es un festín oír hablar de Garibay. Juego de luces la brillantez de su palabra, cálido gesto y el ademán preciso. Cultivará ese don de charlista excepcional hasta su muerte: en conferencias que cobraba siempre —“el billete por delante” —aunque fuera a preparatorianos pobres, en sus talleres literarios a mujeres arrobadas, en sus pláticas por televisión pausando cada frese, en su comilonas con los amigos —mucho vino— donde Garibay terminaba convertido siempre en el hombre del micrófono, en el narrador de hazañas mentirosas, pero todas verosímiles.
Esta noche en la sala Ponce la audiencia es precaria, no es el ágape tumultuario que un mes después convocará Carlos Fuentes ahí mismo, porque Ricardo no es todavía el Ricardo Garibay de años futuros, celebérrimo. Tal vez nunca lo fue. Perdón: nunca lo fue, de cierto. Sus conferencias llegaron a ser exitosas, concurridas, sobre todo emocionantes, pero el de Tulancingo, Hidalgo, nunca llegó a ser lo que quería y debió ser por derecho propio: un escritor reconocido arrolladoramente, premiado y aplaudido por un público unánime, en punta de los que conforman su generación y de los que vinieron después y no alcanzaron a forjar un estilo tan propio, una prosa de cadencias bravas, un amor tan perfecto al oleaje feliz de las palabras. Los editores nunca dudaron en publicar sus libros, pero nunca se vendieron lo que se dice bien, lo que para Ricardo Garibay debe entenderse — merecía entenderse— maravillosamente bien: de veinte mil a treinta mil ejemplares para arriba. Los editores y Ricardo no salían de su asombro al revisar los estados de cuenta de sus regalías: inverosímiles a veces, de tan escuálidas. Joaquín Diez-Canedo, que lo tuvo en Mortiz un buen rato, se condolía con él: “Eso vendió, Ricardo, ahí están las cifras; qué quiere que yo haga”. Y era entonces cuando Ricardo, enfurecido, comenzaba a manotear, a encenderse de ira, a soltar palabrotas como escupitajos. Imbéciles.
Pero eso fue después. Ahora está concluyendo apenas su conferencia en la sala Ponce. Tiene sólo dos libros editados y toda la vida por delante, toda la furia por estallar: contra los grupúsculos mafiosos de la cultura que le regatearon el sitial que merecía, contra sus contemporáneos novelistas a quien él deturpaba voz en cuello, contra los regidores de la intelectualidad que nunca lo llamaron al Colegio Nacional, ni a la Academia Mexicana de la Lengua, ni se comprometieron a abrillantar el Premio Nacional de Lingüística y Literatura con el nombre de Ricardo Garibay.
Allá por los ochenta, en una de sus puntuales colaboraciones en Proceso, el de Tulancingo, Hidalgo, escribió:
Llegaron los premios nacionales de artes plásticas, ciencia, literatura y no sé qué más. Y un poco a la luz del escepticismo […] se me ocurre que cualquier premio es una forma de ditirambo cívico, invariablemente amañado, injusto y profundamente agresivo […] Entre los ya muchos premios que se reparten, año con año ha de padecerse la envidia por el lejano galardonado y la íntima sospecha de ser sensiblemente menos que de lo que uno ha venido suponiendo ¿Respiro por la herida? Ya no, que ya va resultando privilegio presentarse como el que no ha recibido este premio ni aquél ni el otro. La política internacional y los intereses de las camarillas locales han convertido los premios, desde el más alto hasta el más modesto, en cosas de no mucha consideración.

Desde luego, respiraba por la herida. Pero eso ya fue después, se insiste. Hoy está de pie, al terminar su charla en la sala Ponce, julio de 1965, recibiendo el aplauso de una escasa pero conmovida concurrencia. Aplauden muy recio al autor de dos libros que resultarían suficientes para proclamarlo escritor. A Garibay no le bastan. Su total, su apasionada consagración a la palabra — a la palabra escrita, a la palabra oral— está por comenzar apenas.

Garibay cuentista y novelista
Como sucede frecuentemente a los escritores, Ricardo Garibay instala y anuncia en sus dos primeros libros, Mazamitla y Beber un cáliz, mucho de lo que será su profusa obra futura.
Más que una novela corta, Mazamitla (Los presentes, 1955) es en realidad un cuento largo de treinta páginas —con estructura de novela— que narra la muerte de un cabecilla rural, Juan Paredes, por orden del cacique Maximiano. El texto fue reeditado por Costa-Amic en 1956, y cuarenta y dos años más tarde incorporado a un libro de relatos con el título La tierra prometida ( 1998) antecedido por un pequeño prólogo que conmueve porque fue escrito un año ates de la muerte del hidalguense. Dice en él Garibay a sus lectores:
Te entrego aquí relatos que tienen treinta años o más de vida. Ojalá te den frescura: ojalá encuentren en tu corazón una manera de eternidad.

Escrito bajo el ineludible impacto que originó la aparición de Juan Rulfo con El llano en llamas (1953), el relato de Garibay testimonia el mundo de sus antepasados —sólidos rancheros, hombres de a caballo— al que volverá en otros cuentos y, sobre todo, en su novela más querida por él: Par de reyes (1983). Mazamitla tiene acentos rulfianos —el nombre del protagonista parece extraído del santoral de Rulfo—, pero destaca por la búsqueda del lenguaje coloquial que se convertirá en una de las mayores obsesiones y virtudes del hidalguense. A diferencia de Rulfo, que enredado en su temática y en su poderosa sintaxis poéticas ya no pudo seguir escribiendo, Garibay logró asimilar y desarrollar sus primeros hallazgos formales hasta llevarlos a la exuberancia.
La exuberancia garibayesca está presente desde el principio, en Beber un cáliz: vibrante testimonio personal que le abrió un cauce temático. La primera persona narrativa, la constante autorreferencia, su manifiesta egolatría, inundó y motivó sus mejores páginas periodísticas, el cuerpo de sus libros autobiográficos —Fiera infancia y otros años (1982) , Cómo se pasa la vida (1975), Cómo se gana la vida (1992)— y buena parte de sus relatos y novelas extraídos —a veces impúdicamente— de experiencias personales. Narrador de sí mismo, protagonista de sus textos, Garibay utilizó la literatura, desde Beber un cáliz, para exorcizar sus demonios y para perdonarse sus culpas.
Muchos críticos han censurado esa exuberancia garibayesca. Tal vez Alberto Paredes sea el más violento, implacable, dice en Figuras de la letra:
El modelo Garibay —siempre el mismo— es más efectista que medular, proliferación de tics y adjetivos más que sucesos contundentes […] Podemos rastrar los mecanismos estilísticos con que esta obra se ha autoinsuflado: salvo búsquedas eventuales, sus relatos tienen un tema costumbrista […] así pues, el tema de costumbres responde una narrativa siempre en asedio del adjetivo, la metáfora al paso, el atributo lexicalizado[…] Cualquier obra de Garibay documenta y acusa al autor de cáncer de palabras.
Martha Robles, en cambio, lo encomia emocionada en Espiral de voces:
Hábil como es, maestro de imágenes que agreden como clavo ardiente y de las frases que pegan en la conciencia, él modifica un testimonio de infelicidad en alarido, en espejo de una verdad que sólo en la literatura encauza su señal redentora. De allí su intensidad y de allí, también, la permanente sensación de que sobrevive lanzando obras candentes a librerías: libros en llamas, sí, porque sus párrafos, turbulentos a fuerza de adjetivos y tramas hirientes, como los personajes y situaciones, han sido forjados a altísimas temperaturas tal vez para emular la índole volcánica de la tierra mexicana.

Para Adolfo Castañón, citado por Christopher Domínguez en el primer tomo de Antología de la narrativa mexicana del siglo XX: “No hay en Garibay invención o revelación de una realidad otra, sino acatamiento y recreación. La casa que arde de noche es un buen ejemplo de cómo se actualiza una retórica —una serie de elementos que, combinados, se ordenan casi por sí mismos en una historia”.
El propio Christopher Domínguez valora el conocimiento “casi académico” acumulado por Garibay “en cuanto al lenguaje popular”, celebra su buen oído en la construcción de diálogos anclados en el habla de la gente, y comenta, sereno:
Palabra empeñada, hace de la ciudad […] un escenario donde la descomposición del cuerpo social impregna totalmente las atmósferas. Garibay denuncia con imágenes.
Tanto Castañón como Domínguez privilegian La casa que arde de noche (1971) como lo más solvente de la docena de novelas publicadas por Garibay. El número siempre será impreciso porque hay libros periodísticos como Acapulco (1978) o Las glorias del gran Púas (1978), autobiográficos como Fiera infancia y otros años, que bien podrían clasificarse dentro del género mayor.
Otros analistas prefieren Bellísima bahía (1968), y muchos más insisten en la que otorga a Garibay primera fama, Beber un cáliz, forzosamente ligada a la gran elegía que escribió Sabines a la muerte de su padre, Algo sombre la muerte del mayor Sabines (1973), la que a su vez obliga a recordar las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre y el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” de García Lorca.
Garibay lamentó más de una vez que no se hablara de Par de reyes como la obra cimera de su producción. Publicada en 1983, La historia parte de una anécdota que contó a Garibay un médico amigo, Tomás Córdoba, en 1957. Refiere Garibay al introducir su libro:
Durante veintiséis años traje adentro este Par de reyes: es decir, nunca dejé de divisarlo. Primero fue un enredo furioso, hecho a estacazos, con rencor a su materia, rica y elemental. Luego, hacia acá, creció o desesperó el asunto hasta hacerse novela, según creo.
La historia real contada por Tomás Córdoba —la de una viuda costeña que educa a su hijos gatilleros para que venguen la muerte de su padre— derivó en un alarde donde el ampuloso Garibay se solaza en la cadencia de su prosa, en la precisión llevada al paroxismo de sus descripciones y de sus diálogos, en el vuelo de una poética acuciante que ya bullía, como dentro de una caldera en Beber un cáliz.
No sólo por las obras como Par de reyes es importante el antecedente de Beber un cáliz. También por su condimento religioso, por el testimonio de fe que implica —poco frecuente en la narrativa mexicana. Católico angustiado y ferviente en 1965— reza como loco avemarías mientras muere su padre—, el tema de la fe prometía desarrollarse en las obras futuras de Garibay. Sin embargo, desapareció muy pronto, al menos como ingrediente tangible. El propio Garibay lo hizo a un lado junto con sus creencias. Lo segó, como si fuera cizaña.
En sus textos autobiográficos los antecedentes religiosos aparecen de modo inevitable, y cuando alguna vez el escritor hace referencia a la fe perdida, toca el tema con nostalgia. Es, de suyo, un tema soterrado en la vida y en la literatura de Ricardo Garibay.
La vez que Adela Salinas preguntó a Garibay, en una encuesta con escritores, cuándo había perdido la fe, él contestó:
Al filo del año 1966. Fui a Cuba, regresé y un poco después perdí la fe […] De un millón de hombres, todos menos uno prefieren el mundo. Son contadísimos los hombres que prefieren el amor de Dios al amor al mundo. Y yo estoy entre el montón.

Y ahondó y tocó fondo en una larga conversación con Javier Sicilia y Patricia Gutiérrez-Otero para Ixtus, a dos años de su muerte, herido ya por el cáncer. Luego de considerar que su pérdida de la fe era “probablemente una reacción contra mi propia hipocresía”, precisó:
Siempre tuve dos opciones, la santidad que estaba a mi alcance […] y la pecaminosidad que también estaba enteramente a mi alcance. Conforme fue pasando la vida, me descubrí como un robusto pecador no ordinario […] y traté de ir compaginando la observancia católica […] con la observancia mundana que me atraía poderosísimamente […] Un día dije: ¡Basta, esto ya no puede ser!... ¿Qué me faltaba, qué necesitaba yo para optar por la rectitud, por la fe? El toque de la gracia. No lo tuve. Opté entonces por el toque de la mundanidad.
Enseguida advirtió, sacudido por sus propias palabras, según el testimonio de Sicilia: “Estoy hablando con absoluta sinceridad. No es divertido para mí; al contrario, me siento un pequeño montón de mierda. Pero así ha sido. Ni modo. […] Ojalá creyera. ¡Ustedes no tienen idea de lo que es esa nostalgia de Dios!”.
Tras de alcanzar los momentos clave que son novelísticamente hablando Beber un cáliz, La casa que arde de noche y Par de Reyes, la narrativa de Garibay deja de plantearse el reto de escribir obras totales. No piensa más en la gran novela, entendida como libro monumental, de gran aliento. Después de Par de reyes, escribe sobre todo péqueñas, delgadas novelas. Textos trabajados con meticulosidad de orfebre, donde la sencillez de la trama, la aguda malicia de su habilidad dramática no parecen reñidas con la ambición de lo perfecto. Quiere escribir breve, conciso, para calar hondo, no para impresionar a los críticos ni ganar renombre y audiencia internacional. De esa etapa son un grupo de libros estimables —alguien los podría llamar pequeñas joyas literarias— como Taib (1988), El joven aquel, (1997), Lía y Lourdes (1998), que culminan la etapa de los ochenta y los noventa.
A la vera de ésas y otras novelas más voluminosas pero no “totales”—Triste domingo (1991), Trío (1993)—, continúa escribiendo cuentos y relatos que se funden y confunden con su obra periodística. Su producción resulta así vastísima. Para comunicarla a sus lectores siempre contó con el apoyo —surgido del reconocimiento de su profesionalismo — de editores. Entre lo importantes: Joaquín Diez-Canedo que en la editorial Joaquín Mortiz lo publicó durante los años sesenta y setenta, y Rogelio Carvajal, que de los setenta a los noventa —aún ahora— lo tuvo en el catálogo de autores imprescindibles de las editoriales Grijalbo y Oceano.

Garibay, periodista y memorioso

Así como Joaquín Diez-Canedo y Rogelio Carvajal fueron editores fieles del Ricardo Garibay narrador, así Julio Scherer García, en Excélsior y en el semanario Proceso —en complicidad con Miguel Ángel Granados Chapa, Miguel López Azuara, Pedro Álvarez del Villa y Froylán López Narváez— incluyó a Garibay como periodista prominente de sus publicaciones.
El de Tulancingo, Hidalgo, no fue desde luego un reportero de planta, sujeto a rutinas redaccionales, pero sí articulista y comentarista de las páginas editoriales, colaborador de los suplementos de cultura, y reportero y cronista de asuntos exclusivos.
Literaria y políticamente hablando, sus artículos sobre la actualidad, sus análisis sobre el acontecer y sus juicios sobre los funcionarios en turno, no son lo mejor de su obra periodística. Garibay era Ricardo Garibay cuando se volvía cronista de giras presidenciales o acontecimientos del momento, cuando se lanzaba a realizar reportajes sobre la miseria o sobre “lo que ve él que vive”, cuando entrevistaba o semblanteaba —en páginas formidables— a personajes sonoros: María Félix, Agustín Lara, el boxeador Rubén Olivares, su maestro Erasmo Castellanos Quinto, su psicoanalista Abraham Fortes, su amigo Emilio Uranga…
La maestría para poder entender la crónica, el reportaje o la semblanza como géneros literarios lo hizo sobresalir en su trabajo coyuntural. Le permitió, además, volverse amigo y rival de presidentes, secretarios de Estado, gobernadores, políticos a granel. Desde Díaz Ordaz hasta Alfonso Martínez Domínguez; desde Luis Echeverría o José López Portillo hasta Rubén Figueroa o Mario Moya Palencia.
Cuando Echeverría llegó a la presidencia, Ricardo Garibay le pidió como amigo —él mismo lo contó— recorrer el país y contemplar la realidad “desde el hombro del presidente”. Son notables como textos literarios, verdaderos cuentos a veces, las crónicas que escribió para Excélsior y compiló luego en ese libro ¡Lo que ve el que vive! (1976), cuyo título deriva de la expresión de un “paisano” hecha a Atahualpa Yupanqui. De entre ellas, releídas al azar, sobresale un cuentecillo escrito cuando viajaba como invitado de una gira de Echeverría por India. Ahí, en un populoso mercado de Nueva Delhi, un brumoso anticuario termina retrocediéndose y vendiéndole una pequeña jícara de bronce que luego, al ser frotada por el reportero Aladino, emite para él sonidos maravillosos. La mentirosa anécdota podría resultar baladí, pero la prosa de Garibay la convierte en un relato mágico digno de las Mil y una Noches.
Es en el fragor de la urgencia periodística donde Garibay parece ir descubriendo, gracias a su privilegiado oído que hasta sus más severos críticos le reconocen, el ritmo y la fonética del habla coloquial. Se le vuelve obsesión, tarea inaplazable. No se trata ya de inventar ni de hacer sentir sólo la verosimilitud del verbo ajeno. Se trata de reproducir fonéticamente los giros, la jerga, las contracciones y deformaciones del habla de todas las clases sociales. Lo mismo la de un personaje campesino o marginado, o lumpen, que la de una mujer emperifollada o al de un cura o la de un intelectual. La captación de estas deformaciones verbales, su transcripción puntual, lleva al excesivo Garibay a excesos fatigosos, por momentos insoportables, que impiden cualquier posible traducción de tales textos a un idioma extranjero. Es imposible traducir a este Garibay, y a Garibay no le importa. El Garibay de esta época parece vivir, más que nunca, de espaldas a todo afán por ser conocido y leído en otras lenguas. Absurdo buscar equivalencias idiomáticas a un parloteo donde la verdad de las palabras descompuestas —que no la simple verosimilitud— se vuelve tema esencial de lo que se está contando. Ni una grabadora reporteril conseguiría captar, como Garibay lo hace, el brillo de ese lenguaje hablado y llevado al papel con la precisión de un técnico lingüista pero también, sobre todo, con el aliento de un poeta. Resulta sorprendente ver cómo consigue el de Tulancingo, Hidalgo, extraer temblores líricos de la reproducción de un discurso oral signado por los balbuceos, los tropiezos, la importancia del que “no sabe hablar”.
Su libro Las glorias del gran Púas, resultado de una inmensa conversación y una larga convivencia con el boxeador tepiteño Rubén Olivares —que le valió pleitos y forcejeos de derechos autorales—, es la cumbre de este alarde garibayesco en torno al lenguaje. En realidad es un texto periodístico, pero bien podría calificarse como una novela de non-fiction.
Después de su alarde con el Púas, Garibay siguió aplicando su procedimiento fonético en la mayoría de los parlamentos que aparecían en sus escritos, sobre todo los periodísticos. Desde luego nunca utilizó ni por asomo una grabadora: su oído, su memoria, su pulso lo convirtieron en una grabadora andante, parlante, escribiente.
Ímproba tarea la de rescatar todo lo que Garibay escribió gracias al periodismo. Además de Las glorias del gran Púas y de Acapulco —una semblanza totalizadora del Acapulco vivo, tan formidable como miserable—, denunció en doscientas páginas los polos de la riqueza y la pobreza, De lujo y hambre (1981); y en Diálogos mexicanos (1975) retrató entre la ficción y la realidad los prototipos más patéticos de los que viven entre nosotros.
Garibay mismo antologó en dos libros lo más destacado de sus crónicas breves y de sus escritos memoriosos publicados en la prensa. Ése de ¡Lo que ve el que vive! Y Tendajón mixto (1989). Ahí está entero, nunca completo, el Garibay periodista.

Garibay guionista y dramaturgo
A fines de los años cincuenta, principios de los sesenta, antes de sus novelas, Ricardo Garibay se aventuró a trabajar para el cine. Escribió mucho —¡60 guiones!, no todos llevados a la pantalla—, se lamentó mucho, y mucho denunció a productores, directores y actores que no lograban entender, prisioneros de una visión comercial, o envanecidos con sus propias ideas, las propuestas narrativas del escritor.
En las páginas autobiográficas de Cómo se gana la vida dedica más de cuarenta cuartillas a su experiencia como guionista —a veces como actor improvisado de cine y teatro— que entre tropiezos y muinas le dio un medio donde ganarse el sustento.
Llegué al cine, pues. La fábrica de sueños que me haría famoso y me daría a ganar millones. Pronto supe que ahí me haría más pobre, que nadie sabría de mí, y, lo peor, que nadie debería saber que yo escribía para el cine: el anonimato tan temido se convertía en la única esperanza de sobrevivencia.

Su primer guión fue para Jaime Salvador, Ladrón que roba al ladrón (1959), pero un año después, con la película El Siete Copas, dirigida por Roberto Gavaldón y protagonizada por Antonio Aguilar, Garibay se ganó respeto en el medio: era un escritor eficaz. La anécdota de la historia, ubicada en un ambiente de ferias rancheras, se la regaló el doctor Tomás Córdoba, el mismo que le sugirió después Los hermanos del hierro. Le planteó una imagen, según contó Garibay: “Un niño huérfano halla en la calle un naipe, un siete de copas. Esa carta lo marca para siempre como jugador y sella su infortunio”. Años después, Fernando Macotela y Emilio García Riera calificarían la cinta de “bastante decorosa e interesante” gracias al guión, pero sería el propio Garibay quien se encargaría de reprobarla:
Aglomeraron canciones. Canciones bravías, canciones tristes, canciones de amor ardiente, canciones de adiós ya nunca volveré […] El tahúr se pasa hora y media berreando entre guitarras lloronas. Cuando vi la película pregunté: ¿Quién escribió esta inmundicia? No reconocí a mis personajes, no escuché ni uno de mis diálogos.

Además de trabajar con Gavaldón, Garibay escribió guiones para Ismael Rodríguez, para Roberto G. Rivera, para René Cardona, Jr., para el productor Gregorio Wallerstein. Nunca llegó a trabajar con la generación entonces nueva de Cazals, Fons, Ripstein, Hermosillo… A todos aquéllos los zahiere en sus textos memoriosos. A veces, en sus regocijantes páginas de Diálogos mexicanos, prefiere parodiarlos, sin consignar nombres y apellidos, en pequeñas viñetas o relatos donde se cobra venganza. Son éstos los textos más humorísticos de Ricardo Garibay, quien por lo común tiende a dosificar su vena sarcástica con una ironía sumergida en los subtextos. En temas de cine no. Cuando no es paródico, tira duro y a la cabeza
El cine es el lugar más innoble para ganarse, como escritor, la vida. La paga escuece, sabe a hiel, y se recibe invariablemente a la salida del túnel de las humillaciones. Se abomina ese dinero canalla, testimonio o garantía de que uno es un quídam, un sujeto accidental o innecesario. Además, es paga que exige reiterada gratitud y cuidadoso ocultamiento del desprecio por el que la cumple. En ningún otro empleo he estado más en el aire, con más inseguridad ni con más minusvalía: en ningún otro he dependido más de la dura voluntad del zafio. La estupidez en el medio cinematográfico es profesional, es omnímoda.

Sin embargo, salva a algunos cineastas: a Gabriel Figueroa —“la única persona de discurso inteligente que encontré en todo ese lamedal”—; a veces a Rafael Baledón, a veces a Rogelio González, a Mario Hernández, guionista y luego director, con quien trabajó una película sobre La Familia Burrón que nunca llegó a filmarse. De las “inspiradas” en sus guiones, salva un par de películas: Los hermanos del hierro, cuyo guión se convirtió después en s u novela Par de reyes, que dirigió Ismael Rodríguez con Antonio Aguilar y Julio Alemán como protagonistas. Tan funcional resultó esa historia de los hermanos vengadores y en disputa, que ya sin la participación de Garibay volvió a filmarse, con resultados desastrosos, por Alberto Mariscal como El sabor de la venganza, y por Alfredo Gurrola como Los dos matones. También Garibay salva de la condenación a El Milusos, que dirigió Roberto G. Rivera en 1981 y que se convirtió en el mayor éxito comercial del cine de los ochenta: la consagración de Héctor Suárez como el campesino llegado a la ciudad a trabajar de lo que se pueda. El éxito de taquilla motivó a El Milusos 2, y se hubiera filmado El Milusos 3 si el propio Garibay no frena el proyecto, harto —dijo— de un propósito puramente económico.
Garibay pensó que se salvaría también La casa que arde de noche, adaptación de su propia novela, pero en manos de René Cardona, Jr., la película resultó un desastre. No corrieron el riesgo de llevar a la pantalla otro de sus guiones, Lo que es del César (1970), y la versión para cine de El Púas (1991). Decidió publicarlos en sendos volúmenes.
Antes de sufrir este prolongado calvario de escritor de cine, antes de responsabilizarse por un guión de su autoría, Ricardo Garibay fue llamado en 1958 a corregir una historia que estaba por filmarse: La cucaracha, de Ismael Rodríguez. El de Tulancingo, Hidalgo, tenía fama por sus cuentos de buen escritor, de buen dialoguista sobre todo, y por conducto de José Celis fue solicitado para rescatar una producción que se tenía por ambiciosa gracias a la participación de figuras como María Félix, Dolores del Río, Pedro Armendáriz y el Indio Fernández. El guión original era de José Bolaños e Ismael Rodríguez, pero el propio Rodríguez reconocía que fallaban, fallaban mucho los diálogos. Y llegó Ricardo Garibay.
Unas veces desde su casa, otras en las mismas locaciones, apresuradamente, Garibay tenía que tachonear el original y dar vuelo a su gran oficio de constructor de diálogos verdaderos. Lo transformó, lo enriqueció todo —según cuenta Paco Ignacio Taibo—, pero tuvo que sortear los prejuicios de las estrellas y de las autoridades gubernamentales contra las palabras altisonantes. Cuando Garibay escribía “tetas”, María Félix repelaba: “Diga usted senos. No me gustan las palabras feas”. Cuando Garibay escribía: “Vaya y trague mierda”, María Félix gritaba que ella nunca iba a decir “mierda” desde una pantalla. Dolores del Río, por su parte, se negó a decir “puta”. Lo que dijo, ante la cámara, fue “cuatro letras”. Además, Jorge Ferreris, director de cinematografía, se resistió a tolerar que un personaje exclamara: “¡Tiene poca madre!”. Eran palabrotas y en el cine mexicano estaban prohibidas las palabrotas. Garibay terminó convenciéndolo de que no, de que eso era, simplemente, “frescura del lenguaje”.
Y cuenta Garibay.
Llegué a tener detrás de mí, asomados por arriba de mis hombros, a la misma María Félix, a Pedro Armendáriz y al Indio Fernández. Iban aprobando y desaprobando parlamento por parlamento, según me salían de la pluma. Ismael me había dicho, blandiendo el guión:
—Desde aquí hasta acá no les gusta. Toda la secuencia entre el coronel Zeta y Valentín Razo, que no, que parecen putos. Y María, que no filma la secuencia de la entrega, que es pura pornografía. Escúpase orita los cambios mientras iluminan el set.
—¡Leñe, son más de quince páginas de diálogos!
—Para usted es pan comido. No sea güevón.
Y les avisaba a a las estrellas:
—Ya está haciendo los cambios Garibay.

Con esta experiencia, como novatada, entró a escribir sus guiones. Con la amarga experiencia de sus guiones trastocados, abandonó el cine. A tiempo incursionó en el teatro y un poco en la televisión.
En 1978 y en 1985, Ricardo Garibay escribió dos volúmenes de teatro: Mujeres en un acto y ¡Lindas maestras! Son pequeñas piezas centradas en personajes femeninos. Lo justifica:
Por enésima vez buceo en la condición femenina orientándome por su voz, por el diccionario que se le oye dentro y fuera de la casa. He sido un espía —o un buitre, si se quiere— del verbo femenino, con toda la mala fe que exige la buena fe de mi oficio: ser veraz hasta parecer mañosamente fantasioso.

Se diría que la facilidad para el diálogo hacía de Garibay un dramaturgo nato. Poseía el don más importante que debe tener un escritor de teatro. Pero casi nunca se acercaba a las salas. Poco hablaba y escribía de obras teatrales, de dramaturgos o directores célebres, de sus contemporáneos. Se empeñaba en entender la dramaturgia como un género literario más que se resuelve en el papel sin importar lo que sucede luego en el foro. Sus pequeñas y ocurrentes obras sobre mujeres fueron escritas pensando en su publicación más que en su representación. Nunca, que se sepa, se aproximó a un director de categoría o a un grupo teatral. O una dependencia cultural para proponer y alentar la puesta e escena de sus piezas. Si a veces se montaron —como lo hizo María Ibarra con La prisionera, en una pequeña sala de Coyoacán, allá por los ochenta— fue de manera amateur, sin producción, sin publicidad, sin actores y directores a nivel profesional del propio Ricardo.
Faltó a Garibay confrontarse y apasionarse con el fenómeno escénico y descubrir su carácter efímero que sólo se conjuga en el presente. Sus obras son correctas, geniales de pronto, pero el peligro de sus diálogos fonéticos —gran virtud de su narrativa— es que dificultan la recreación parlante del actor cuando los profiere y cuando debe llegar, por los caminos del gesto y de la emisión, al mismo efecto que Garibay anticipa, en este caso de manera imprudente, innecesaria.
Él no aceptaría esto, desde luego, porque se burla del asunto cuando cuenta una anécdota:
Ofelia Guilmain puso en televisión una de mis muy breves obras en un acto, para mujeres, y dio el papel de la joven a una joven principiante: La joven principiante leyó la obra y protestó:
—Ay no. ¿Sabes qué? Los diálogos. No sé, así como muy así ¿no? O sea, qué dices si el personaje tiene qué, pues dilo ¿no? Porque digo si no, digo me borro ¿no? Como que quién sabe.
Y los parlamentos de su personaje eran eso exactamente, casi una copia servil del modo de hablar de la principiante.

Meditaba con calma la sustancia de esta anécdota, tal vez Garibay —que era humilde en las cuestiones creativas— habría descubierto que la joven principiante tenía cierta razón. Él parece intuirlo en el párrafo donde prosigue con la anécdota, aunque desplazada al cine:
Y me ha tocado asistir a un prodigio al revés, ya filmado el guión. Aquí en el papel está la secuencia, los personajes y los diálogos. Todo es veraz y es viable, todo es representable. El director ha respetado mi trabajo. ¿Por qué en pantalla se ve tan rabón, tan falso y tan vulgar? ¿De dónde sale el talento para envilecer lo que señalan las palabras?

Una inmersión más apasionada de Ricardo Garibay en el mundo del teatro hubiera dado a México un dramaturgo, sin duda, enorme. No le interesó hacerlo. Se conformó con sus muy breves obras, juguetes ingeniosos, que desde luego merecen ser revalorados por directores serios, como ha ocurrido ya con la revaloración de Jorge Ibargüengoitia, cuyas obras se representan hoy en día con sorprendentes resultados.

Garibay poeta y charlista
Menos que al teatro se aproximó Garibay a la poesía, como género. Al menos muy pocos poemas se le conocen, muy pocos publicó, ninguno en libros.
En enero de 1977, en las páginas culturales de Proceso, se atrevió con “Historia de amor”, ilustrado por Elvira Gascón. El poema empezaba:

Qué repulsivo
amor
tu largo viaje.
En tu nostalgia voy
—yo que te hacía por solitarios parques
allá
yo rechinar de dientes
yo el greco gris mientras estaba lejos
allá
¡Imbécil hoy!—
voy hinchándome
rugiente
de estallidos amarillos.

Diez años más tarde, Garibay contó el episodio de estas incursiones en la poesía:
Cuando comenzaba Proceso publiqué varios poemas. Gentes me aplaudieron y yo me sentía bien, hasta que fui a dar a Rubén Bonifaz, que me dijo: “Hay que trabajar esos poemas, maestro. Al carajo con la inspiración”. Me entró una conciencia de inferioridad muy pesada, y una vez más dejé los versos…

Lo que nunca dejó Garibay fue su pasión de lector por la poesía. Sobre todo por la poesía religiosa, por la poesía mística. Javier Sicilia lo celebra como gran conocedor de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Ávila, del “Cantar de los cantares”.
A la relectura de los místicos, a sus charlas por televisión y a sus conferencias y a sus cursos en Cuernavaca sobre el “Cantar de los cantares” dedicó, casi obsesivamente, los últimos años de su vida. Sus alumnos y sus oidores lo recordarán siempre analizando verso a verso, concepto a concepto, temblor a temblor, la gran obra de aquéllos. Le fascinaba hablar de eso.

Ricardo Garibay, el narrador, el periodista, el guionista, el dramaturgo, el charlista, el memorioso, el ardiente conversador que hablaba y escribía de sus amigos y enemigos, de sus compañeros, de sus maestros, de sus padres y tíos, de sus autores preferidos, de la gente toda pero jamás de sus más próximos: nunca habló ni escribió de su mujer Minerva con la que se casó en 1948, ni de sus hijos Mónica, Ricardo María, Minerva, María, Juan Matías, ni de sus nietos. El Garibay gruñón, pedante, soberbio, intransigente, tímido, víctima del cáncer, como su padre, escritor imprescindible de la literatura mexicana del siglo XX, transcurrió sus últimos meses de existencia releyendo y estudiando y compartiendo, fascinado, la poesía de los místicos. De eso conversó durante horas con Javier Sicilia y Patricia Gutiérrez-Otero. En esa entrevista que hoy se antoja póstuma, y reveladora para quienes lo conocieron de cerca —¿alguien lo conoció de veras?— a Ricardo Garibay.
Dijo, como desfogándose:
Me ha apasionado siempre el misterio de la unión mística. Digamos que me inquietó al grado de ¿buscarla?, ¿de procurarla? Sería tan excesivo que sería tonto decirlo. Me apasionaba asomarme a ese misterio que es absolutamente insondable, quería entenderlo un poco. Entré con mucho entusiasmo en el año de 46, 47, sobre todo en San Juan de la Cruz, luego en Santa Teresa, los principales místicos españoles. Hay que ser muy rigurosos en esto, porque frecuentemente se toma a Fray Luis de León como un místico y no lo es, como tampoco lo es Concha Urquiza; en cambio, Simone Weil sí es mística […] Mire, el místico tiene una visión sin ojos, sin sentidos, una extraña visión cuando ve a su Amor o —para hablar del mundo cristiano y católico y creo que no podemos hablar de otro— a su Creador o a su Redentor y se desvive por él. No cree, no piensa, no siente: ve, va hacia esa visión, incluso a costa de su vida que le importa tan poco que quiere que se acabe para poder comenzar a vivir de veras. El religioso, en cambio, es un estado de conciencia, muy elevado, en busca del Creador, del Hacedor de las cosas o del Redentor. Lo religioso es una explicación muy razonada, muy devota, muy ansiosa de lo que es la creación que rodea a la persona, la explicación de esta creación, el origen y la finalidad de esa creación. El religioso cuenta sobremanera con la inteligencia; en el místico, la inteligencia no existe, no le serviría absolutamente de nada; en infinito no cabe en un vaso de agua y la condición humana, aún la más elevada, es cuando mucho, un vaso de agua […]. Una de las cosas que más me lastima es que consigo entender esto y no creo.

Eso decía, eso pensaba Ricardo Garibay a un pasito de al muerte que le llegó, irremediable, el 3 de mayo de 1999, cuando apenas tenía setenta y seis años.

Tomado de Ricardo Garibay. Obras reunidas, con el permiso del autor
Fotografía de Vicente Leñero: Concepción Morales