martes, 13 de julio de 2010

Homenaje a Ricardo Garibay

Fausto Vega y Gómez

Mi amigo Ricardo Garibay es un recuerdo fuerte y pródigo, con él rescato la tajada del mundo que nos tocó compartir. Él, en sus escritos, da cuenta de esas volteretas que hoy nos parecen felices.

La obra de Ricardo Garibay tiene dos vertientes: la creativa y la autobiográfica. Esta última nos guía en la otra y da sentido y rotundidad al trabajo excelente. Toda autobiografía propone astucias para que el lector deshaga juicios apresurados, tenga confianza en la lectura y discierna más hondamente a través de la neblina de lo vivido. Insistir en la propia vida puede calificarse de narcisismo; pero también es soporte del descubrimiento y el analogón de semejanzas y desemejanzas. La propia vida se erige en certidumbre de situaciones que requieren contemplación y relieve, se convierte en modelo de situaciones y se coloca en un topos uranus, intocable. Los pasos dados confunden y desorientan y observarlos, analizarlos y recrearlos revelan conductores que desentrañan al mundo. Ricardo Garibay no explica, porque para él la vida es la serie de desprendimientos dolorosos, de episodios sin referencias, de sucesos injustificados, un caos que sólo discierne el trabajo literario.

Obviamente que tratamos de la obra de Ricardo Garibay, no de la vida de Ricardo Garibay. Sus novelas, sus testimonios, sus cuentos, su obra escénica, constituyen narraciones en dos situaciones, la violencia y la vida amorosa. La violencia nos revela el mundo fracturado y amenazante y el escritor, por su tarea, nos entrega los elementos repetitivos, modulares que estructuran y profundizan la angustia de vivir. Su arquetipo, en un caso, es la Ilíada, la confrontación decide la intervención de los dioses, la derrota o el triunfo. La presencia del héroe, el guerrero que va a su sacrificio, sin marca de temor, seguro de su adiestramiento y en la injustificada legalidad subjetiva de sus actos, de su arbitrariedad, que castiga el delito, la traición y el agravio, es la fuerza vigilante que iguala y nivela la turbulenta pluralidad de las pasiones. En la vida amorosa, otra forma de violencia, el mundo se precipita y se desorganiza en la desconfianza y el resentimiento. Es siempre una pasión frustrada en la que el otro, derrotado siempre, trata de reconstruirse. Su arquetipo es “El Cantar de los cantares” y la poesía mística, la contemplación por antonomasia, la transfundición en la sed del otro, para sufrir esa sed y esa congoja. La posesión tiene un correlato en la desesperación de la orgía, caos minúsculo y funcional. Un momento de liberación que destroza medios, fines, causas y efectos. Que se da como deslumbramiento y ceguera.

Un mundo que se integra en la banalidad, aunque a veces brille un momento excelso, que pasa a ser válido por su rescate en palabras, por el orden en que estas construyen, agrupan y dominan, mediante extraordinario equipo léxico que nos inducirá a la persuasión y a la identificación creíble. Los tropos, los oxímorones, las paradojas, los metaplasmos, los monólogos, los anacolutos, más las relaciones unívocas y equívocas, el ornato y toda la catarata de eventos retóricos, verbales y cinematográficos, son gala de una técnica y una preparación esmerada en la lectura y en la reflexión persistente y entrenada, para lograr la comunicación esencial y espiritual que le corresponde. No es que haya precedentes de preparación casi escolar para lograr la firmeza del texto. El texto es la vida y se identifica en el lenguaje y sólo por él se resuelve como inteligible. Por el lenguaje y por sus modalidades se establece el lazo comunicativo que entusiasma, conmueve, ofende y explica. Darle nombre al acontecer supone lograr la percepción absoluta, porque todo queda iluminado en espíritu, porque se comparte la complejidad del hombre y la virtud de las cosas y en la medida en que los recursos de la palabra acentúen la insustituibilidad de la comunicación se logra el grado de belleza en que las personas, las situaciones y las cosas surgen y se ennoblecen.

Ricardo, por la desigualdad revelada, dibuja un horizonte de posibilidades funestas, la relación con el padre, con la cotidianidad de la pobreza, con la vacuidad de las imposiciones del actor, con la intemperancia de los semejantes y desemejantes, con la impasibilidad de un paisaje y una geografía de parajes, en su mayoría desolados. Después, la vida estudiantil, los maestros superfluos, los compañeros iracundos y fatuos, la contigüidad con inteligencias paralelas y la ilegítima confabulación de la blasfemia y de la conducta ominosas. Tal vez, esto se supere en la luz del sentimiento culposo; por la atracción física, por el amor, por la posesión, y al final, algo muy semejante a nada, como el deshojamiento de la cebolla que sólo nos deja irritación en los ojos. Los símbolos de estas situaciones depresivas son constantes y ambivalentes. Escaso mobiliario, exteriores manchados por el abandono, tardes desteñidas, patios inconclusos y sueños espinosos. Después, la desgana de ganarse la vida, los empleos miserables, las situaciones vergonzosas y el fracaso abusivo y deprimente. Ahora el desamor desaforado y conseguido y su fragilidad y su perfume derramado y su rescate imposible. Sólo al fondo la integridad de la casa íntima, intocable, protectora y duramente opaca. La superación de esta condición se logra por el humor, por la observación narrada de los pocos recursos de los otros, de sus manías y ampulosidades, de sus afanes y estrellamientos. Sus expresiones denotan pobreza y distancia, avidez y desolación que atenúa la mordedura de la burla, del despropósito o de la cohibida ternura. Nos regocijamos con el Púas, con las semblanzas de funcionarios de estopa y de cal y canto, y con la narración de desahogos amistosos, sorpresas proditorias y anhelos dirimentes.

Garibay enfrenta en la lectura, la figura del otro, el palabrerío ejemplar y el desacuerdo de los mundos. Entresaca las narraciones en las que fulgura la sorpresa, el valor, en ambas acepciones, la frase certera y alucinante, el prodigio de la economía verbal, la onerosa composición siempre dramática de la sucesión de los días. Ahí Ricardo es feliz, ahí está apostrofando y sorprendiéndose siempre de la riqueza humana. Esto es lo positivo, esto es lo rescatable y lo que plenamente vive en sus desvivideras, lo que no está en palabras, no existe, requiere del nombre, de la voz y del alumbramiento de los otros en comunicación renovada y constante. Él se reiría de que lo querramos enredar con Bajtín, Habermas, Derridá, Benjamín, Barthes, Greimás, Teodorovo Kristeva, Certezu o Glaspell y otros. Su jerarquía no admite estas erudiciones, aunque, tal vez, reconociese su estimulante polifonía.

Ésta no es su medida, él es su trabajo y su patrón lo decide el que los Hermanos de Hierro, lo sean, y sea El Coronel, y sea El Capitán frijoles y El Capitán Pineda y sea Alejandra y sea Mayra y cada uno de sus actantes. Su idea de perfección no se encadena a condiciones mediáticas, su territorio está en el ámbito de lo literario, de las ficciones de los demás y de las propias, lo que surge por el don de la palabra que enlaza, aunque hable de rupturas y desolaciones, porque la sorpresa del nombre siempre único y recién pronunciado implica alegría, coronación del entendimiento, reiteración de lo humano sorprendente y eterno. La palabra en Ricardo Garibay es arcilla con la que se moldean las apariciones que en el temple heroico de la vida proliferan, nítidas, aisladas y paradójicamente siempre juntas. Su mundo literario se manifiesta en esta presentación de esencias. Querría la inmovilidad que proporciona la palabra divina y el reposo de un equilibrio omnisciente, que soporte el vértigo y la mudanza.

Ricardo Garibay atisbó la vida con poco dispendio. Creció en su variedad, en su excelencia y en su poquitería. Su trabajo consistió en dar cuenta de esta ebullición injustificada. En sus escritos no hay apelación a instancias distintas a las de los hombres para resolver los misterios de la desigualdad y del fracaso. Tampoco explica, cuenta, se asombra, se humilla y desafía arrogante la inteligencia que lo contrasta. No se ofende porque no exista la perfección, tampoco se alegra del deterioro. Él no es un observador desinteresado, despliega su adhesión a las hazañas que lo comprometen y lo concitan a la acción, no se conforma con ver, actúa y es un modificador de su circunstancia sin importarle el juicio a posteriori que lo exalte o lo sacrifique. Desconfía de la historia y por tanto del tiempo, porque es igual, porque crece mediante yuxtaposiciones y en cada extracto repite grandeza y desazón en un diálogo desesperado por certeros errores. Rescatar al mundo es una proeza, porque supone solidaridad y arraigo y hacerlo mediante la palabra conforta aún más, porque se le asigna un sello de perpetuidad que legitima la libre determinación de vivir. Para Ricardo esta fue su batalla y su triunfo. Ser escritor fue la confirmación de su ser libre para repetir la violencia creadora y la refundación en el amor y su imperio.

Texto leído en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en un homenaje a Ricardo Garibay. Fotografía de Concepción Morales

1 comentario:

  1. Por favor corrijan el color de la tipografía. Está en blanco y no se lee.
    Gracias

    ResponderEliminar

Aquí puedes escribir tu comentario.